En medio de la fiesta, inicio de un larguísimo atardecer, se me acerca una chica a la que no conozco de nada y me dice: "Eres muy simpático, me caes muy bien". ¿No sería eso fantástico? Me refiero a que fuera verdad. ¿No sería fantástico que yo fuera muy simpático, que cayera muy bien a todo el mundo? De todos los superpoderes que puedo imaginarme, ese sería el que sin duda pediría llegado el momento. Ser simpático. Caer muy bien. No solo a una persona en una fiesta, sino en general. Que la gente me viera, que me viera durante, pongamos, un par de horas, un vistazo rápido y casual de vez en cuando, y decidiera: "Ese chico tiene que ser simpático".
Por lo demás, es una fiesta maravillosa porque no tengo urgencias. La gente me dice que hable con este o con el otro, pero yo no lo hago. No lo hago porque sé que no puedo. Porque sé que no soy simpático y que no voy a caerle bien a nadie; al revés, se notará la ansiedad, se notarán las ganas de agradar, y así no hay presión ninguna, solo hay fiesta en el sentido más puro del término, con mis gafas de sol hasta que no hay sol, con los pantalones de mi boda y con una camisa azul marino que me ha comprado mi mujer exclusivamente para el evento. Sonriendo siempre porque siempre hay que sonreír, eso sí que no le hace daño a nadie, convencido de que los demás estarán pensando: "¿De qué se ríe exactamente el gilipollas ese?"
Todos salvo la chica. La chica se sienta con sus amigos -me suena su cara, probablemente salga en televisión, digamos que tiene sentido en ese contexto- y yo me siento con las chicas del "120 minutos" e intento empaparme de juventud. Cuando entra la noche, me lanzo con los economistas a la pista de baile, pero no soy yo hombre que me arranque a bailar "Slo-mo" ni C. Tangana ni siquiera Rosalía. Sí me animo un poco con "Saturday night (lirarirarirarirá)", pero poco más. Y cada vez que me giro y empiezo la siguiente ronda, pienso que probablemente esté a destiempo, que solo soy un cuarentón desfasado en una fiesta de empresa concebida ya a esas horas para otras edades y que lo mejor es que coja mi sonrisa, mi halago, mi economista... y me vaya a casa a dormir, que mañana madrugo. O casi.
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Por cierto, la palmada del "Saturday night (lirarirarirarirá)". Hay un mundo en esa palmada. Un mundo que no me quedaba claro a los dieciséis años, en el Negresco de Cuenca, bailando en las fiestas de San Mateo, pero que sí me queda claro ahora, tres décadas después. El baile es la palmada, si uno lo piensa bien. Lo que lo diferencia del de "La Macarena", por ejemplo. La distinción entre civilización y barbarie, entre intensidad y coreografía. En la palmada, está un "allá vamos", está un "bien, otra vez" nietzscheano, está el atreverse de nuevo con lo mismo, sin complejos.
Lo que pasa es que sí que iba desacompasado, no eran imaginaciones mías, y al final tuve que rendirme y seguir bebiendo. Habían puesto unos chorizos fritos de cena que eran una barbaridad y había que aprovechar la coyuntura. La gente fue desapareciendo. No digo que se fueran yendo, digo que fueron desapareciendo, una bomba de humo tras otra hasta que llegó la mía. La piscina permaneció sorprendentemente tranquila, como si todos supiéramos que vivimos en un mundo lleno de consecuencias. En mis tiempos, las fiestas de empresa no eran así, claro que en mis tiempos éramos de una inocencia desoladora y así acabamos: uno, traumatizado de por vida, y la otra, despedida a la semana...
Cosas que no hice (y de las que me siento orgulloso, porque estuve a punto): explicar que Whigfield se casó con Fernandisco. Explicar que la versión tecno de "I drove all night" probablemente esté inspirada en la de Cindy Lauper... pero que el primero en cantarla, poco antes de su muerte -de hecho, puede que sea una canción póstuma- fue Roy Orbison. No resultar excesivamente pedante ni excesivamente coñazo, vaya. Parecer uno más, que, ya hemos dicho, debería considerarse el primer objetivo vital. But then again...
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El documental de Loco Mía. Sí, señor. Denme toda la nostalgia que sea capaz de absorber. Blow, blow me out, I am so sad I don´t know why. Denme libros de Juan Sanguino, denme reportajes sobre cualquier Tenerife-Real Madrid. Denme algo que me recuerde a mi infancia, a mi adolescencia, algo que no sea este blog, que no sea otro más de mis libros sobre mí mismo. Denme una perspectiva ajena a mis fenómenos noventeros.
El documental de Loco Mía, que es a lo que iba... Nunca, en todos mis años de fanático musical preadolescente, pensé que aquello no era un grupo prefabricado, una especie de Enigma o de Amnesia. Una excentricidad calculada. Y, sin embargo, me equivocaba. Eran de verdad, con sus éxitos, con sus cálculos, con sus maldades. Estéticamente insoportables, si se me permite, pero de verdad. Me da la sensación de que el documental se inclina del lado de Javier Font en su guerra con José Luis Gil, pero ¿cómo no hacerlo?
De un lado, está un loco. Del otro lado, está el loco que pretende que el otro loco se comporte como un cuerdo. Si vas a hacer todo eso, mejor hacerlo a lo Font, por supuesto. Con faldas y a lo loco. Sin lógicas ni historias, solo desenfreno. Y el otro ahí, intentando ganar dinero y paseándolos como si fueran los Beatles y él fuera Brian Epstein. Dan penita los de en medio, eso sí. Mucha penita. Los que se engancharon a la locura y acabaron sin juguete. En el mejor de los casos. Han envejecido bien, en cualquier caso, y eso ya es algo. Bastante, diría. Los que no han muerto, claro.
No sé si tiene sentido comparar las dos versiones porque las dos son sensacionales. A favor de "Musica leggerissima" está el hecho de que sea la original. A favor de "Música ligera", que Ana Mena se haya atrevido con una canción tan rabiosa y tan triste y la haya hecho suya. Incluso la habitualmente desoladora traducción de canciones italianas ha quedado bien. Donde Colapesce y Dimartino apostaban por un tema algo trascendental, con referencias un poco excesivas, la española apuesta por algo más de andar por casa: el mileurista, el novio, la angustia post-adolescente...
Y en medio la "música ligera", la "voglia di niente", la compra en el supermercado, el mundo como voluntad y el mundo como representación. La sonrisa y el bailecito frente al abismo interior. Una canción que se parte en dos y que parte en dos a cualquiera que la escuche. La canción del tedio, del torpor. Una canción nihilista, en parte; cínica, incluso, sobre todo, de nuevo, en la versión italiana, que tiene un punto exageradamente hipster. El silbido inicial, la entrada suave de los acordes y el discurso de rabia y desprecio que acaba en estribillo. Una genialidad absoluta.
Y sí, es una genialidad de Colapesce y Dimartino, por supuesto, pero la tristeza la pone Mena mejor que nadie. Quizá sea porque se supone que Mena es alegre, se supone que pertenece a ese mundo de fiestas de los 40 y galas de Operación Triunfo y coaches de La Voz. Tal vez el encanto esté precisamente ahí: en la chica ligera, la chica feliz, la chica ingrávida, siempre sonriente, que no sabe qué hace en medio de ese tour de celebraciones y que solo quiere olvidarlas. La música como un tranquilizante o algo peor. La música como un canal, también. Ripensi alla tua vita/ Alle cose che hai lasciato/ Cadere nello spazio/ Della tua indifferenza animale.
La indiferencia animal. Eso lo resumiría todo. El enano de Nietzsche. El vacío, sin más, sin caramelos ni redes. Qué es lo que estás haciendo en esta fiesta de mierda.
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Miércoles por la calle Gran Vía. Enorme Madrid cuando se deja. La tarde de antes de una remontada histórica del equipo de casa. Los sitios de siempre bajo otra luz. La luz de los cuarenta y cinco, la luz de los demasiados días encerrados en un mundo que a veces es demasiado adulto y a veces es desesperadamente infantil. Los viajes fin de curso buscando el hotel después de comer. La tienda del Atleti, el cine Capitol. Madrid es una ciudad en la que, si quieres, te encuentras con tu ex todo el rato porque es una ciudad previsible y lo digo en el mejor de los sentidos. Una ciudad que no pretende sorprenderte y que deja todos los recuerdos en exposición.
También, ojo, el autobús y el metro. Qué gozada el autobús y el metro cuando son un fin y no un medio, cuando no están teñidos de ansiedad y estrés sino que te puedes colocar junto a la ventana e ir dejando pasar paradas por la calle Alcalá, desde el Círculo de Bellas Artes hasta el desvío al Barrio de la Concepción y luego, poco a poco, las zonas residenciales, pijas, llenas de carritos, de bicicletas, de parques y colegios, de polen volando entre las aceras.
Tener hijos es como mudarse. Tener hijos es quedarse a vivir en un espacio propio. El espacio de la crianza. A veces, cuando veo "Ozark" pienso en lo mucho que me recuerdan las andanzas de los Byrde a mis dos crianzas. La sensación de estar tapando agujeros todo el rato y que cualquier imprevisto acecha tras cada llamada de teléfono. Lo contrario de lo que es Madrid, eso está claro. Madrid bosteza con facilidad y te da margen para el aburrimiento. Madrid te espera y eso es bonito. Te has ido, lo sabes, pero también sabe que quieres volver y tampoco te va a montar un numerito. Eso está bien. Es un detalle.
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Recuerdo que la última vez que fui a Valencia pensé que conocía Valencia. Cogí un autobús a primera hora de la mañana. Mi abuela se estaba muriendo y mi padre me llamó por la mañana para pedirme entradas para un concierto de Serrat y Sabina. Hice mil horas y me fui andando a un hotel que ya consideraba mío porque había estado ahí en junio. Una ciudad curiosa, Valencia, afable, receptiva. Era el cumpleaños de una chica y me pedí un zumo de naranja. Nunca me lo perdonaría. Después, fuimos a su casa a ver el final de un capítulo de "Lost" y el primer episodio de "Muchachada Nui". Al día siguiente, me volví a casa.
De eso hacen en septiembre quince años, pero Valencia no parece más hostil cuando llego a las once de la mañana de un jueves para entrevistar a una exjugadora de baloncesto. Lo que pasa es que es otra Valencia -lo que me recuerda que en realidad Valencias hay muchas, por ejemplo, la Valencia en la que tocaron Vetusta Morla en 2017, creo, cuando me llevó la Chica Diploma-, una Valencia de yates enormes, playas y turistas que se mezcla con la de unos chicos que aspiran a Rosalía en una de las mesas de al lado.
Valencia es agradable por la mañana, muy agradable por la tarde, y francamente mejorable por la noche, cuando pierdo la estación, pierdo el tren y me dedico a vagar con mi bolsa del portátil por barrios oscuros hasta que encuentro un hotel que está lleno y donde me sugieren que busque otro en Booking. Valencia es una ciudad donde los trenes salen a las 7.05 de la mañana y los taxis te esperan a las 6.30, donde los ascensores dan sustos y los móviles no tienen batería. Una ciudad donde tienes miedo de despertarte y que suene el "I got you, babe", de Sonny and Cher, así que, por si acaso, decides no dormirte.
La idea era hacer un viaje de tres semanas para escribir un libro. Una semana en Alicante, alojado en un hotel de lujo, con visitas diarias de mi mejor amigo de la adolescencia, para ir poniéndome a tono. Muchas hamburguesas, mucho mar desde las ventanas, mucho releerme a mí mismo para saber si había algo que realmente me gustara. Hay que tener en cuenta que eran tiempos distintos. Hacía cinco años que no publicaba un libro. Llevaba tres metido en la Escuela Oficial de Idiomas; once, dedicado a la enseñanza en general. Tenía un hijo de cinco años que me había costado la vida criarlo y estaba completamente perdido.
Alicante como punto de estabilidad -paseos por el puerto, fotos para Instagram, noches junto al Casino- y después Fuerteventura, para escribir el libro propiamente dicho. El problema era que no tenía nada. Solo el nombre de la isla y una vaga trama de niños que desaparecían, sin más. Otra posibilidad era hacer un "The Lost Weekend" estético. Un libro sobre un tipo de cuarenta años que desaparece y se emborracha y su vida se va convirtiendo en un conjunto de espejismos. A mí me resultaba atractiva aquella demostración de autodestrucción, aunque alguien -no recuerdo quién- me dijo que le parecía una chorrada, así que me olvidé de aquello.
Lo que vino entonces fue la realidad, es decir, lo que no se puede planear. En el viaje de ida, me puse otra vez el documental de Scorsese sobre George Harrison. No recuerdo por qué... y, de repente, todo se convirtió en George Harrison en Fuerteventura. Todo. El libro empezó con una escena en la que el protagonista cotillea entre los discos de su padre y encuentra el "All things must pass" y se queda sorprendido porque, por lo que sea, no le pega. Su padre se está muriendo en un hospital de Santander y él está junto a su hermana haciendo una especie de inventario y viendo películas del oeste porque a su padre le gustaban.
La novela fue un desastre, en eso está casi todo el mundo de acuerdo, pero no me rendí ni un solo día. Ni uno solo. Mi número de páginas diario que no he vuelto a tocar desde entonces, hace ya tres años. Daba igual. Había que sacarlo todo de dentro y no hacía falta que fuera un "The Lost Weekend", podía ser un aspirante a escritor con un hijo de cinco años, en busca de inspiración para algo parecido a un libro. La historia de siempre. ¿Qué recuerdo de entonces? Casi todo. Las hormigas tomando la pequeñísima villa junto al océano Atlántico, al otro lado de la Isla de Lobos. Las noches con el ruido del viento. Los despertares tan tempranos. Los paseos en chanclas. El bar con piscina. La tarde que Roger Federer perdió Wimbledon con 40-15 a su favor en el juego decisivo...
Pero, sobre todo, recuerdo a George Harrison. O tal vez sea al revés: George Harrison me recuerda a esas dos semanas en Fuerteventura. Su música en Spotify hasta para ir al supermercado. Give me love, give me love, give me peace on Earth. El día que My sweet lord sonó en el "Savannah" y uno no podía sino echarse a llorar y repetir I really want to see you, I really want to be with you... sin ningún objeto claro, como pura voluntad de querer que se expresa entre guitarras slide. Recuerdo también que ponían mucho a Clapton. Tanto la parte de "Layla" como la de "Tears in Heaven". Una isla diseñada para que Pattie Boyd no ponga jamás ahí los pies. Una isla maravillosa, irrepetible.
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Cuando la Chica Diploma, en la terraza del "Racó", pleno sol y filetes con sabor extraño, me dice: "Vete", yo me echo a llorar por dentro. Me vengo abajo. Porque ese "vete", me suena a "ríndete", que siempre fue mi principal aspiración en la vida. "Vete a Corralejo unos días", insiste, "yo me voy a Piedralaves con los niños". Lo que pasa es que yo ya no quiero ir sin ella. Podría ser perfectamente feliz solo otra vez, soy consciente de ello. Lo fui, en parte, el año pasado, sin ir más lejos. Pero quiero ir con ella. Quiero no tener prisa, quiero que nos perdamos juntos en la arena de roca, en las delicias del Waikiki, en la tranquilidad de la Cofradía de Pescadores.
Quiero repetir lo que hicimos en 2014, cuando ella estaba embarazada del Niño Bonito: coger un coche y perdernos por la isla. De norte a sur y de este a oeste. Quiero compartir esa libertad absoluta de la noche cayendo de golpe, las calles iluminadas por neones, los rostros abrasados. Al fin y al cabo, a la Chica Diploma no le gusta George Harrison, pero no tiene por qué disgustarle. No tiene por qué disgustarle "My sweet lord" en un bar en medio de una playa desierta desde la que se ve una isla prohibida y espera una piscina azul como el cielo.
Al fin y al cabo, la Chica Diploma también tiene su propio derecho a rendirse, aunque solo sea para coger fuerzas.
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El Rey Sol coloca los dados según le indica la doctora. A veces. A veces, sinceramente, no. Cuando consigue hacer algo bien, se pone muy contento y yo le aplaudo y entonces se pone más contento y no sé si a la doctora esto le parece bien o mal, pero a mí me da igual: yo voy a aplaudir a mi hijo, siempre, me da igual cuándo y por qué. Luego, reconoce círculos, cuadrados y triángulos y farfulla algo sobre un "rum-rum" que está suelto en medio de la mesa y se lía un poco con los conceptos de "delante" y "detrás".
Hay algo emocionante en ver al Rey Sol salir adelante. Algo emocionante en verle superar etapas, corretear por los pasillos del hospital rumbo a la siguiente consulta o a la siguiente secretaría. El pulgar izquierdo siempre metido en la boca, la lengua juguetona. Al Rey Sol dan ganas de comérselo a besos todo el rato porque se palpa su fragilidad, porque es el bebote par excellence incluso a una edad a la que el resto de niños empiezan a plantearse ser otras cosas. A él le da igual, está cómodo o lo parece. El mundo le parece perfecto tal y como está. Siempre hay algo para entretenerse. Siempre hay alguien que aplaude.
A las once y media, hay unas cuatrocientas cincuenta personas conectadas a un vídeo de YouTube; un directo que en realidad es un bucle de música para dormir. No sé si me parecen muchas o pocas. Tampoco creo que estemos todos allí para lo mismo. Al menos, me gustaría pensar que no, que detrás de nosotros hay cuatrocientas cincuenta historias distintas: el niño que no duerme, sí, pero también el adulto que necesita el ruido de tormenta, la flauta tranquila, el crepitar de las hojas.
El Rey Sol no se duerme, pero no es culpa suya. Es culpa nuestra. Hemos vuelto muy tarde y hemos retrasado su siesta. Salimos tarde de casa, llegamos tarde a casa de la abuela, quedamos aún más tarde con la Chica Selectiva y acabamos comiendo casi a las cinco en un VIPS de la calle Julián Romea. Con todo, ha sido un buen día. Un día en el que sales de casa, ves gente, hace sol y el niño da besos a un bebé extranjero en un parque infantil siempre va a ser un buen día. La llegada oficial de la primavera, después de un invierno que se me ha hecho extrañamente largo.
Lo que nos falta con el Rey Sol es tener una buena charla. La Chica Diploma y yo no siempre lo explicitamos, pero creo que compartimos sensación: nos morimos de ganas de conversar con nuestro hijo, de preguntarle y que conteste, de que nos pregunte él, de entender sus quejas y sus alegrías. Nos morimos de ganas de un poco de normalidad después de dos años y pico. Algo más que sus intentos por comunicarse, que normalmente bastan, pero nos dejan un poco a medias. Queremos oír su voz cantarina con sentido, queremos matices, queremos algo más que su sonrisa constante sin que su sonrisa constante desaparezca. Y queremos que duerma, claro. Pero, incluso sin dormir, todo sería más fácil con lo otro. El día llegará, estoy seguro.
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Jueves de fiesta en la Sala Cero del Palacio de la Prensa. Mucho ha cambiado en Libros del KO desde que Diego y yo nos reunimos con los chicos en La Petisqueira para un proyecto no demasiado definido hace once años. De aquello a esto: hojas y hojas con nombres de invitados hasta que una chica muy simpática te deja bajar, unas escaleras breves y una pista enorme con poca iluminación. Dos barras libres de agua y cerveza, alguna cara conocida y el habitual ataque de pánico social hasta que me encuentro con Miguel Gutiérrez y la cosa mejora.
Mejora por Miguel, mejora francamente por Carlos Marañón, que es una delicia de persona y sabe cómo tratar a un tímido nervioso, y mejora aún más cuando van apareciendo por ahí los Fran Guillén, Fermín de la Calle, Miguel Aguilar y compañía. Tiene pinta de noche mítica, la primera en muchos años, hasta que a Cenicienta se le empiezan a complicar las cosas y decide que se tiene que ir a casa, que no se la puede jugar sin dormir cuando tiene un hijo que no duerme y que no puede forzar más la voz cuando al día siguiente tiene que argumentar en la tele.
Cenicienta es muy responsable. Demasiado, a veces. Cenicienta, además, está cansada. Para la irresponsabilidad se requieren unas dosis de energía de las que Cenicienta hace tiempo que carece. Está vieja, o, más bien, avejentada. Ha vivido mucho en muy poco tiempo o eso le parece. No recuerda conversaciones de hace un mes, necesita una agenda para tener presente cualquier futuro, no se atreve a romper ninguna regla porque está todo el rato pendiente de las consecuencias. Así, Cenicienta pilla la última carroza y se planta en casa a las doce y media, no más. La Chica Diploma medio duerme en el sofá y luego se va a la cama. Cenicienta también, pero pronto el Rey Sol les despierta a los dos y empieza una noche que es larga y es corta a la vez y que acaba, no en un karaoke ni en una página de YouTube, sino en una cama con un niño insomne al lado, mientras te clava las uñas para tranquilizarse, se chupa el dedo y emite un ruidito algo molesto para intentar calmarse. Sin éxito, por supuesto.
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Supongo que se habrá comentado muchas veces, pero es curioso que en 1991 salieran dos canciones, de dos grupos que marcarían una época, y que ambas contaran lo que es vivir bajo un puente. Kurt Cobain, 24 años, fugado de su casa de Aberdeen durante unos días, buscando donde dormir y acabando en un arroyo. Underneath the bridge, the tarp has sprang a leak. Hace poco leí la última entrevista de Cobain a "Rolling Stone", poco antes de que se embarcaran en la gira europea del "In Utero". Estaba descontento con el concierto de ese día -no había sonado bien, el redactor estaba de acuerdo-, pero se mostraba más optimista que nunca: el éxito ya no era una losa, el estómago ya no le dolía, Frances Bean volvía a estar a su lado después de los problemas con las autoridades, y por mucho que repitiera la prensa, todo iba estupendamente bien.
Preguntado por "I hate myself and I want to die", una de las canciones que no pasaron el corte del disco, Cobain insiste en que es una broma... pero que, como nadie la iba a pillar y todo el mundo se lo iba a tomar en serio, prefirieron al final no meterla. De hecho, insiste Cobain, él quería titular así el disco, como una burla a todos los que se creen que es un depresivo siempre al borde de pegarse un tiro con una escopeta. A las pocas semanas, ingresó con una sobredosis en un hospital de Roma. Muy poco después, ya de vuelta en casa, en Aberdeen, se cerró en el invernadero, escribió una carta a Frances y a Courtney y el resto es historia.
La otra canción es, obviamente, la de Red Hot Chili Peppers Anthony Kiedis, 29 años, dieciocho ya en California, donde llegó desde Michigan con su padre. Su enloquecido padre que dio pie a una adolescencia frenética, llena de excesos. Drogas que van y vienen y escabrosas historias sexuales. Anthony, junto a su amigo Mario, cuatro noches sin dormir, en un campamento bajo el puente de una autopista de una banda latina, completamente enganchado a la heroína, completamente enganchado a las pastillas, buscando tan solo un poco de sueño para luego poder levantarse y seguir.
Por lo demás, el "Blood, Sugar, Sex, Magic" quedó como un disco redondísimo de un grupo que siempre me pareció excesivo. No tanto por "Under the bridge", sino por "Give it away" y, sobre todo, por "Breaking the girl", que es de un popismo REM que enamoraría a cualquiera. Thought you´re so clever, but now you must sever, you´re breaking the girl. Y toda una vida intentando aplicarme el cuento.
Fue en una fiesta de carnaval en casa de mi hermano. Estaba todo el mundo, incluida la Chica Langosta y teníamos que disfrazarnos. Yo fui de terrorista. "El terrorista Patata", me decía R. por aquello de que no soltaba el bol enorme. Nos emborrachábamos, hablábamos de "The Great Escape" -Simón me preguntó qué quería decir "blow me out", pero yo no caí, como no caí en el "Mayo" de Molotov, yo siempre fui un chico inocente- y bailábamos como locos.
De esas fiestas en su casa recuerdo fragmentos sueltos que no sé si pertenecen a los mismos días. Probablemente, no, pero había un chico vestido de Sherlock Holmes y probablemente ese chico siguiera, dormido, mientras los demás apagábamos las luces y escuchábamos "Wish you were here". Sé que bajé a la calle a buscar algo que se le había perdido a M., pero no recuerdo el qué. Soy consciente de que, nada más empezar a sonar el primer sonido de violines, me levanté como una exhalación y me puse a saltar gritando "Friday, Friday".
Todo esto tuvo que ser en 1995, ¿no? Estaba en la universidad, pero no más allá del primer curso. No estaba T. por ningún lado, desde luego. Luego, otro año, hubo un concierto de dEUS pero no recuerdo dónde. No era uno de los lugares habituales. Me suena que alguna sala por la Avenida de Brasil, pero puedo equivocarme muy fácilmente. ¿Tal vez Doctor Esquerdo? Eso sería 1997, pero, entonces, ¿cuándo fue la excursión a Cuéllar? ¿Cuándo fue ese concierto del grupo de Simón que acabó en una casa congelada en Pajares del Fresno, durmiendo, como tantas veces, en la cama de la Chica Langosta pero sin la Chica Langosta?
No sé, yo todo esto lo tenía completamente atado en mi memoria, pero han pasado veinticinco años y los últimos ocho han sido escasos en horas de sueño. Me acuerdo del chico que le cantaba con un aire algo desquiciado lo de "yo te quiero pá follar, no te creas que es pá más", como si eso fuera posible y me acuerdo de Pink Floyd. Todo lo demás, borroso, muy borroso. Una Nochevieja en otra casa con muérdago en cada puerta. Hace veinte años ya de eso. Al día siguiente -a la noche siguiente, más bien- me eché novia. Fue de las mejores decisiones que haya tomado en mi vida.
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Cuando Nadia entra por la puerta, yo le pido al Niño Bonito que coja ropa interior, se vaya al salón y se vista. Le pido que le diga a Nadia que su padre no puede más, que no ha dormido y que por favor le acompañe al colegio. Le pido que cierre la puerta y que me deje seguir alargando este último sueño que empezó a las cinco y que en rigor es el primero, no hubo nada antes. Me duele la garganta y estoy atontado, pero no sé qué parte es el resfriado y qué parte es esta nueva sucesión de noches insomnes. Estoy llevando al cuerpo a límites insospechados.
Esto es a las 8.20 aproximadamente. A las 9.30, se despiertan la Chica Diploma y el Rey Sol, algo desconcertados. ¿Por qué nadie les ha despertado antes? Porque nadie estaba despierto. A las 10.30 o así me levanto de la cama y sé que es un día perdido. Un día a contrapié, al que hay que cogerle la rueda antes de que coja demasiado tiempo. Demasiados días así, si he de ser sincero. Yo estoy convencido de que si durmiera vería las cosas de otra manera y tomaría mejores decisiones o las tomaría más tranquilo, pero... ¿era así antes de 2014? ¿Tomé un montón de decisiones maravillosas que me llevaron a lo más alto? Diría que no, la verdad.
En fin, hay que coordinar cosas, hay que cuadrar agendas, hay que cancelar y aplazar y buscar huecos en los días. Sé que he hecho algo mal, que otra vez he hecho algo mal, pero no sé cómo salir de esta. No importa, lo averiguaré. Cada camino tiene a su vez su vereda. Siempre. Solo hay que coger la brújula y aprender a orientarse, punto. Al final, todo saldrá bien, ya saben, y si no sale bien es que no es el final.
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Fui al cine por primera vez en dos años y medio. Un pase de prensa. Cinco o seis personas, no más, en los Golem a las diez de la mañana. Un frío atroz, por otro lado -de ahí, probablemente, el catarro- y un viento de enero del que es complicadísimo protegerse. Tengo la sensación de que llevamos demasiados meses de invierno, aunque supongo que son cosas mías. En cualquier caso, es un buen rato. Pasear por Martín de los Heros e intentar recordar dónde estaba ese bar al que íbamos Ester, Lorena y su novio. Era una especie de sótano, con música en directo de vez en cuando. Un piano y una voz, poco más. Muy felices años veinte.
Un día hicimos una "Noche de los Ochenta", antes de que se hiciera tan popular. Pillamos varias pelis en el vídeo-club y nos hinchamos a palomitas. Puede que el novio de Lorena no fuera su novio aún. Puede que, como Gatsby, intentara seducirla a base de excesos. Recuerdo la entrada a su casa en Conde de Orgaz como el que recuerda la entrada a un castillo inglés por la noche, las verjas abriéndose y el vigilante acechando. No sé qué ha sido de ninguno de ellos, es una verdadera lástima. No sé qué ha sido del sitio del jazz, pero parece que ahora es un bar más de viernes por la noche, sin demasiadas complicaciones. Copas baratas y palante.
También busco la librería "Ocho y medio", en la que entrevisté a Julio Medem hace ya once o doce años, pero tampoco la encuentro. Eso debe de ser culpa mía porque veo en internet que sigue abierta. No sé, igual no llegué a esa altura, pero juraría que estaba enfrente de los Golem, en su momento, los Alphaville... en su momento el punto de reunión de todo ese grupo de pedantes ramireños que luego se juntaban en cualquier casa y bailaban a ritmo de dEUS y Blur.
Nosotros, es decir, ellos.
Yo supongo que a todos nos desconcertaba un poco que los dos pidieran tanto compromiso a una misma chica. Porque, claro, es lo que pasaba con los duetos y, poco después, con las "boy bands". Los cinco tenían que cantar la canción con el mismo entusiasmo, con la misma pasión, con la misma cara compungida en el vídeo-clip. Los corazones rotos. Los cinco pibones con el corazón roto y el sexto pibón -es decir, la chica- caminando por la playa como si fuera una pasarela. Todos, así, muy "bromance", dándose palmaditas y abrazos ("tienes un corazón que no te cabe en el brazo", le decía Clavelito a Esteban en la primera temporada de "Gandía Shore", llevamos diez años esperando la segunda), como si no fuera la misma chica para todos, como si eso no fuera justo lo contrario a lo que la canción pedía.
"More than words". Yo no entendía muy bien a qué se referían porque yo no tenía ni palabras y, desde luego, a los trece años, con palabras me habría conformado de sobra. Yo era un romántico de libro, quizá demasiado cómodo en mi papel. Lo entendí más tarde, claro, como todos, pero, para entonces, la canción se había convertido ya en algo demasiado grande, demasiado repetido, demasiado Kiss FM, Los 40 Classic, Rock FM y así sucesivamente. Habría que hacer más énfasis en el saqueo de nuestra infancia, el saqueo de nuestra adolescencia que han perpetrado determinadas radiofórmulas.
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Cuando empieza el dolor, lo primero en lo que pienso es en la soledad de la sala de espera de urgencias, la larga noche por delante, el sueño invencible, las miradas constantes al móvil para no cerrar los ojos, las ecografías, las resonancias, los boxes. No ya la enfermedad, no ya la molestia, sino la soledad en la que vivir todo eso. También pienso, por supuesto, que podría no ser la vesícula sino directamente el corazón. Podría ser que el agotamiento se cobrara su víctima más prestigiosa y el dolor en forma de cinturón a la altura del tórax significara el fin de la noche y no el principio.
Para relajarme, porque está claro que me hace falta, me incorporo en el sofá y enciendo la tele. Son las doce pasadas. La calle está en absoluto silencio, solo se oyen voces desde una casa distante. El Rey Sol tose una, dos, tres veces en su habitación. A la cuarta, se levanta de nuevo la Chica Diploma e intenta calmarle, pero no hay manera. Llevamos desde las ocho de la tarde intentando dormir niños, pero nunca se nos ha dado demasiado bien. Ahora, mi dolor en el pecho se junta con el suyo en la pierna, de tanto mover la hamaca, y culmina en un "No puedo más, encárgate tú".
Y yo me encargo, claro. Y al encargarme, poco a poco, se me quita el dolor, el Rey Sol se va calmando hasta quedarse dormido y yo me pongo medio edredón por encima y decido dejarme vencer por el sueño, al menos un par de horas más entre despertares cada veinte minutos. Todo hasta las cuatro y algo, cuando el Rey Sol se despierta del todo y decide que quiere ir al salón y tomarse ahí un biberón. Su madre, al rescate, se lo lleva de nuevo al cuarto. Tres horas más tarde, al despertar, me los encuentro en el sofá, donde empezó toda esta historia.
*
Liza Minelli. La gala de los Oscars estaba pensada para que acabara en un enorme homenaje a Liza Minelli, cuyos problemas de salud parecen demasiado obvios como para extenderse en ellos. Liza Minelli, la hija de Judy Garland. Liza Minelli, la hija de Vincent Minelli, la protagonista de "Cabaret", la protagonista de "New York, New York". Yo tuve una vez una novia que se parecía a Liza Minelli, pero esa es otra historia. Liza Minelli está ahí, diminuta en su silla de ruedas, y al lado le han puesto a Lady Gaga para que la ayude, la reconduzca y la haga sentir bien. Exactamente lo que lleva años haciendo con Tony Bennett.
Liza se pierde todo el rato, está confusa, y lo que hace es sonreír y saludar a todo el mundo todo el rato. Gaga le pone la mano en el pelo, para calmarla, y le dice suavemente, justo después de introducir un vídeo: "I got you", que viene a ser un "Estoy aquí, yo me ocupo de ti", y Liza contesta "I know" y es un momento precioso, tan precioso como para romperse a llorar delante de la pantalla del ordenador y recordar al vanidoso que arruinó este momento, que olvidó que cuando hay un guion y ese guion acaba con Liza Minelli sobre el escenario, todos los demás se apartan y se quedan sentados y dejan sus pleitos de instituto para otro momento.
Cause it´s a bittersweet symphony, that´s life
Try to make ends meet, you´re a slave to the money, then you die
Sí, ese sería un buen resumen. No lo piensas a los veinte años, de vuelta de Londres, la felicidad desparramada por hoteles de Sussex Gardens, pero sí a los cuarenta y cinco. Es normal que sea así y quizá haya que mirar lo positivo: todos los años que he conseguido esquivar esta sensación de habitación que se cierra sobre sí misma. El otro día hablaba con L. de la posibilidad de salirse de la rueda, de qué demonios, para empezar, era eso de la rueda. Blow, blow me out, I am so sad, I don´t know why. La posibilidad de algo parecido a la artesanía o a los sueños que nos trajimos la Chica Diploma y yo cuando volvimos de Fuerteventura: pulseras y guitarritas, esculturas de arena en la playa, tal vez viajes programados para turistas.
La vida "tienda Quechua", la vida "apártate, que me tapas el sol". Una gozada de vida, supongo, pero inviable. Esta noche soñé que volvía a mi casa de la calle Churruca. Es curioso porque no recuerdo haber soñado antes que volvía a mi casa de la calle Churruca. Todo empezaba con un avión que tenía que coger a algún lado y que en realidad era mi dormitorio en casa de mi abuela y, a partir de ahí, la cosa se complicaba. En Churruca, 4, 3º dcha. había gente, mucha gente, todos dormidos porque era tarde. Yo no quería dormir ahí sino en un hotel. Yo quería ir al cuarto de baño con tantas ganas que, de repente, me empecé a hacer pis encima. Tendré que mirarme otra vez la próstata.
La vida Churruca. Uno echa de menos la vida Churruca, pero luego se agobia porque no puede pagar colegios de lujo. Uno se siente fuerte, pero está perdido. No pasa nada por estar perdido, por otro lado. Lo que pasa es que das demasiadas vueltas, y te cansas, y nunca sabes si has llegado porque no sabes dónde estás. Que no voy yo a echar de menos ahora el camino, ojo, eso nunca. No voy a echar de menos saber dónde estoy. Yo elegí la incertidumbre como forma de esperanza y la elegí hace tantos años que ya ni me acuerdo. Pero, en fin, hay días. Solamente es eso.
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Mirando las clases desde fuera, con sus ventanas abiertas, con sus niños asomándose de vez en cuando para ver padres, como el que se acerca al zoo a ver hipopótamos, me pregunto si no es la inocencia lo que realmente me enamora del Niño Bonito. Esa inocencia inteligente de niño de siete años, tan maduro y tan pequeño al mismo tiempo. Como he llegado pronto, casi no hay nadie junto al portón y los que hay llevan paraguas cuando ya no llueve. Nadie les ha avisado. El móvil está cargando en casa. Al Rey Sol le hemos comprado una moto y se ha llevado una sorpresa enorme.
La inocencia del Niño Bonito, su descubrir el mundo. No sé a qué venía el pensamiento. Cuando le recojo, me dice si puede jugar en un equipo de fútbol, un equipo organizado, con sus entrenamientos y sus partidos. Yo le digo que no, y él lo entiende. Le insisto en que, aunque lo entienda, no tiene por qué estar de acuerdo, que son cosas distintas, que le puede parecer fatal y odiarme por ello, que está en su derecho. Le digo que no me gusta el ambiente del fútbol infantil organizado y que lo mismo eso es un prejuicio pero es el prejuicio de su padre y es lo que le ha tocado.
No parece importarle. Hace tiempo que quiere jugar en un equipo de fútbol, tal vez porque sienta que encaja mejor en una disciplina que en un entorno salvaje de patio de recreo. De nuevo, hasta cierto punto, la inocencia. De nuevo, la madurez. "El año que viene vas a jugar al baloncesto en un equipo, pero será el equipo de tu colegio, entrenarás allí, jugarás allí, no tendremos que llevarte a demasiados sitios", le digo, pero a él no le gusta el baloncesto. Lo acepta como un mal menor, pero no le gusta. Nunca le hemos llevado a un partido, nunca se lo hemos puesto en la tele. No hay nada atractivo socialmente en el baloncesto porque el baloncesto en este país ha muerto.
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Cuando llegamos a casa, nos ponemos a hacer el Wordle. Primero, en español; luego, en inglés. Los martes, lo hace con su abuela; el resto de los días, conmigo. El Rey Sol sigue con su moto y sus abuelos, encantado de la vida. Nosotros probamos letras un poco al azar hasta que nos ponemos en serio. Al Niño Bonito le gusta tanto ganar que no le importa que sea yo el que acierta las palabras. Tal vez por eso quiera jugar en un equipo. Luego, pasa la tarde un poco aburrido, dándole golpes a un globo. De vez en cuando, entra en mi cuarto y me abraza y yo tengo que cambiar esta pestaña para que no sepa que estoy escribiendo sobre él.
Mucha gente me dice que le hará mucha ilusión leer todo esto cuando crezca. No sé, yo no estoy muy seguro. Yo no sé si a mí me gustaría que hablaran tanto de cada cosa que hago. ¡Mi padre, además! ¡Ya podría estar mi padre dándole golpes al globo conmigo en vez de estar escribiendo su poesía en prosa! Sí, es un escándalo, pero volvemos a lo de antes: es el padre que le ha tocado. Y eso no quiere decir que tenga que estar de acuerdo ni que no pueda indignarse. Te doy permiso.
Yo no sé cómo lo vivieron los demás, pero sé cómo lo viví yo. Sé cómo deslizaba el final de mi infancia hacia algo parecido a la pubertad sin mirar atrás en ningún momento, disfrutando de cada segundo como si de verdad aquello fuese un mundo totalmente distinto. 1991. Los tres-cuatro meses finales de aquel curso, de aquel colegio, de aquella Educación General Básica. El vértigo y a la vez la pausa, el tiempo parado en aquellas fiestas en garajes, en aquellos bailes buscados, en aquellas oportunidades que de repente se abrían y que eran siempre gozosas.
La mano de A. en mi mano en el Pasaje del Terror, las tácticas, las estrategias, la lluvia... Los cumpleaños en La Vaguada, con sus bolas tiradas con efecto que acababan en cualquiera de los dos extremos. Las cintas de REM, los vídeos de REM. Canal Plus y Los 40 Principales. We were never being boring. La fascinación por una juventud que aún no era la nuestra. De nuevo, el vértigo. De nuevo, las prisas. Palma de Mallorca. Sergio Dalma cantando en un salón con el televisor encendido. El apogeo de las discotecas light. Las miradas perdidas de M., su fragilidad que detectaba la mía. Mi cabeza en su hombro viendo "Cyrano de Bergerac", su cabeza en el mío viendo "Robin Hood. Príncipe de los ladrones".
La excitación. Las sorpresas. El inicio de una década que nadie reclamaba. Como un perrito en una gasolinera. In the nineteen nineties. Las cintas grabadas de los Beatles, las noches esperando a que el tipo de la CNN se pusiera la máscara de gas en una ventana de Tel-Aviv. No éramos aburridos y no nos aburríamos nunca. Siempre había una excusa para algo más, para algo sencillo como una pachanga en un parque al lado de la M-30. Para un combate del Último Guerrero o un nuevo panel del VIP Noche. No sé ni explicarlo. Comparado con lo de ahora, supongo que parece de lo más inocente, pero era la nuestra una inocencia tan preciosa, tan lista para romperse en cualquier momento, tan de gafas de sol y vaqueros anchos, tan imperfecta en todos los sentidos, que no podría haberse hecho mejor.
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El documental del 11M de Netflix. Interesante si uno obvia demasiadas cosas. Emotivo durante la primera media hora, algo menos. Todos los documentales sobre el 11S se centran en el momento y las víctimas. Testimonios de bomberos, de policías y de supervivientes. Los documentales del 11M lo intentan, pero, en seguida, tienen que acabar metiendo a Aznar y Acebes. No me interesan demasiado Aznar y Acebes a estas alturas de la vida. Es como si, al igual que durante esos tres días, alguien me quisiera parar el llanto y me dijera: "No, no llores, mira esto, indígnate". Y yo no quiero indignarme, quiero llorar, quiero recordar la mañana en casa de mi abuela con "Clocks" de Coldplay en bucle y las prisas por ducharme y donar sangre y la llamada a mi hermano y el sentimiento de horror y tristeza que se prolongó durante los siguientes días.
Ahí también habría un documental. Los siguientes días al 11M. Los de la ciudad golpeada. Los del trauma. Los de la mirada de pánico tras cada mochila fugazmente abandonada. Los de la desconfianza ante el color de la piel. Sin embargo, no, Jiménez Losantos y Rubalcaba. Pues, bueno, vale. Es curioso que se omita la clave de todo el asunto político, que, básicamente, es Carod-Rovira. Según el documental, el PP se empeña en que es ETA porque su política contra ETA había sido muy buena y la banda estaba muy débil. En ese caso, ¿no tendrían que estar horrorizados por que fuera ETA? ¿No echaría por tierra toda su propaganda?
No. El PP se empeña en que es ETA porque quiere tirarle los muertos al PSOE. Ni siquiera es un acto defensivo -eso vendría después-. Tiene que ser ETA porque si es ETA es Carod-Rovira, que se ha reunido con ETA en Perpignan y que ha acordado que los terroristas atenten fuera de Cataluña. Si es Carod-Rovira, a su vez, es Zapatero, el máximo valedor del tripartito que gobernaba por entonces en Cataluña, ya sin Carod, dimitido de su cargo al filtrarse la reunión en la prensa. Nada de eso se explica y, desde fuera, supongo que no tiene sentido.
Pero así fue. El PP le quiso tirar los muertos al PSOE y el PSOE se los acabó tirando al PP. Lo curioso, y eso tampoco se dice del todo en el documental, solo se muestra -igual que Acebes iba mostrando la furgoneta, las cintas, los vídeos, las detenciones... pero se negaba a sacar la conclusión evidente-, es que ambos estaban equivocados. Ruines y equivocados, tiene mérito. Ni era ETA, por supuesto; ni la participación de Al-Qaeda tenía nada que ver con la invasión de Irak. De hecho, los últimos quince minutos del documental se dedican a explicar esto... pero llegan cuando ya nos hemos tragado no sé cuántas fotos de las Azores.
En fin, flojito. Los buenos y los malos. Lo de siempre. Yo quería recordar mi ciudad y mi gente y mi dolor, pero no fue posible. Habrá que seguir esperando.
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El Rey Sol lleva dos noches seguidas durmiendo razonablemente bien. No sé yo, no sé yo... en cualquier caso, lo dejo aquí por escrito, no vaya a ser que estemos ante el anhelado cambio de ciclo.
Tardé demasiado tiempo en entender qué era ese "mayo" que estaba a punto de venir en la canción de Molotov. Demasiado. La película se estrenó en el Festival de San Sebastián de 2001, el primero al que fui como espectador. Tenía 24 años y un dolor en el testículo derecho de los de hacer historia. Mariam y mi hermano se pasaban el día repitiendo: "No mames" y llamando a la gente "carnal". Puede que ese año fuera también el de "Amores Perros". No sé, tendría que mirarlo y, sinceramente, ahora mismo no me apetece. Por lo demás, sé que llegué tarde, como a todo, y que compartíamos un piso en el Antiguo con gente a la que no sé si puedo mencionar, pero a la que le ha ido muy bien en la vida.
Las canciones de principios de siglo tenían todas un punto de banda sonora de algo. Supongo que siempre había sido así, solo que entonces me hice más consciente de ello. Estaba el "Porcelain" de Moby, por ejemplo -"a fragile piece of porcelain" fue la descripción que me regaló John Malkovich- y estaba el "All the way to Reno", de REM, aunque creo que no la metieron en ninguna película por entonces. Supongo que a alguien se le habrá ocurrido en algún otro momento. La canción de Moby la asocio a las noches leyendo "El Gran Gatsby" en una edición "unabridged" de Penguin. La asocio a la melancolía y a la huida. "I never meant to hurt you, I never meant to lie, so this is goodbye".
Yo era un pésimo mentiroso y un penoso fugitivo. A mí me tuvieron que dejar en el puerto para que me diera cuenta de que navegar me mareaba. Luego, todo cambió y no sé por qué. El Festival de San Sebastián y las llamadas perdidas y los móviles que coqueteaban sobre la mesa mientras nosotros iniciábamos nuestros propios coqueteos. "You know what you are, you´re gonna be a star", El convencimiento de que eso sería verdad. El convencimiento de que eso, además, sería compartido. Todos seríamos estrellas -"Snipers shoot stars", de Jetlag, en el "currently playing"- y estaríamos más allá de los juicios.
Pero ¿en qué consistía ser una estrella? El otro día me decía mi hijo mayor que no le importaba que fuera famoso, que lo llevaba bien. ¿Famoso? ¿De qué estamos hablando? Yo solo quería ser una estrella y en esto tengo que remitirme a la definición de Ray Loriga: "aquel cuyo nombre repiten un millón de personas... o una misma persona un millón de veces". No encajo en ninguna de las dos. No sería deseable. Quizá sí con 25 años -16-0 aquella temporada, invictos en liga regular, el autobús me dejaba al amanecer en la Plaza de Cuzco y yo cogía Sor María de la Cruz rumbo a un neón rojo- pero no a los 45, desde luego. Ahora, que de casi todo hace ya veinte años. Estoy convencido de que la apelación a Reno no es casual, como no lo era la de la mayonesa, pero de momento no quiero perder la inocencia.
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El Rey Sol llega con su pachorra y su abrigo azul, como Pedro por su casa, con los abuelos detrás. Se quita él solo el abrigo y, cuando se lo dice su hermano, se sienta en el suelo y se quita los zapatos. No hay rastro de fiebre, no hay rastro de enfado, no hay rastro de las noches sin dormir con los ojos hinchados. Queda algo de moco, pero es lo normal en un niño de guardería. Dice la Chica Diploma que, en una de las noches en blanco, se puso a contar, que reconoció el "nueve". Yo, en ocasiones, reconozco el "siete". Lo demás es un ritmo sin fonemas, el que utilizamos cuando le ponemos los aerosoles por las noches, antes de acostarle un poco para nada.
Por las mañanas, a veces quiere estar con Nadiya y a veces, no. Es normal y depende, obviamente, de la fiebre. Si quiere estar con su padre, su padre tiene un problema. Puede pasar -y pasa- que su padre esté agotado, de los nervios, que lleve despierto desde las cinco, tenga trabajo para aburrir y venga de dejar al Niño Bonito en su colegio de pago. Puede que en ese momento le dé una subida de tensión, o un ataque de ansiedad, y lo único que pueda sea tumbarse y mover el pie como un autómata para mecer la hamaca y tranquilizar los llantos.
Puede, incluso, que los propios llantos aumenten la ansiedad -o la tensión- y todo se convierta en un círculo cerrado en el que se oye la voz de la Chica Diploma preguntando si necesita un ansiolítico. Solo que el padre acaba de tomarse uno. Y una pastilla para las taquicardias. Lo que no ha hecho es desayunar. Desde las cinco arriba y ni un café solo descafeinado. Es un escombro físico y mental del que se exige una reconstrucción total para esa misma mañana, esa misma tarde, esa misma noche. "Que Sirius no pare, no pare, no", cantaba el padre, con música de Patricia Monterola, cuando soñaba con ser una estrella.
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¿Y qué más? ¿Qué más puedo contar? ¿Negociaciones de paz, ciudades sitiadas? Siempre pensé que podría ganarme la vida adelantándome... y a la vez nunca pensé que fuera de esta manera.
La Chica Diploma está preocupada porque dan lluvia todos los días. Tal vez preocupada no sea la palabra, simplemente decepcionada. Una pena. Adiós paseos junto al mar, adiós Barcelona en lunes. A mí no me parece tan grave porque la lluvia puede caer mucho rato pero se entiende que no va a caer siempre. Habrá respiros. Habrá treguas. Y, a las malas, queda una decadencia a lo Bolaño, una decadencia "El Tercer Reich" de pueblo de playa en invierno, el cielo gris confundiéndose con el mar, algo parecido a una bruma por la mañana que se va despejando (o no) según avanza el día.
A la Chica Diploma no le va la decadencia Bolaño y no la culpo por ello. Hemos cogido una habitación con terraza. También es bonito ver llover sin mojarse. Lo bello y lo sublime. Una tormenta espantosa, brutal, chuzos de punta, y nosotros ahí, mirando, hipnotizados, desde nuestro cuatro estrellas, como buenos burgueses, como personajes de Cheever. En mi mano, un libro de Wenceslao Fernández Flórez. En la suya, la tablet, alguna serie de Netflix, tal vez Movistar Plus. La vida como una canción de Tom Petty que cantaste hasta las lágrimas cuando tenías quince años.
En Sitges he estado varias veces. La primera de todas, la iniciática, fue un día de invierno con lluvia. O eso recuerdo. Si no llovió, estuvo a punto. Y fue precioso. Me despedía como se despedirá el Niño Bonito de sus compañeros de campamento dentro de unas horas, todo para volver a juntarse al día siguiente. Solo que para mí no había día siguiente, había un auditorio enorme -yo quería reservar el Meliá Sitges porque yo soy de ese tipo de persona que vuelve a todos los lugares donde ha sido feliz, como si solo en ellos se sintiera realmente a salvo- y había un paseo marítimo y había algo parecido a una camaradería, no sé explicarlo.
Luego, Sitges se convirtió en lugar de paella con Sandra, con Dani, incluso con Fer... pero eso eran casi siempre viajes veraniegos, festivos, de calor y moscas. Sandra reservaba y Dani me llevaba en coche. Puede que estuviera también con B. en alguna ocasión. Tiene sentido teniendo en cuenta que pasamos diez días juntos en Casteldefells. No lo recuerdo, en cualquier caso. Recuerdo los días con bastante precisión: el Mundial de Japón, el Show de Cándidos, una derrota de Federer contra Murray cuando Murray tenía diecinueve años, algún escalope al lado de la playa, las bolsas del supermercado y la sonrisa de perro abandonado cuando ella volvía del trabajo justo para comer juntos. Pero lo de Sitges no, no lo recuerdo.
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El Rey Sol es oficialmente un bicho. Se siente orgulloso de ello, además. Corre hasta la pared más lejana cuando le dices que le vas a cambiar el pañal y, una vez rodeado, se tira al suelo y ejerce su derecho a la resistencia pasiva. Cuando le dices algo que no entiende dice "no" y luego dice "sí", para mantener el suspense. En ambos casos, acaba sonriendo, con esos dientes descolocados de niño de dos años con la manía de meterse el pulgar en la boca. Le gustan los coches y los vídeos de YouTube con animales y bebés. Le gustan los animales y los bebés, en general, en cuanto ve un carrito, se detiene el mundo.
Dice su profesora que en clase abraza a todos los compañeros, pero que a algunos no les gusta. Hay algo confuso en el Rey Sol: es el más pequeño con diferencia (nació un 21 de diciembre), pero lo suple con un tamaño y un entusiasmo propios de cualquier otro mes, cualquier otra edad. Les abraza y les empuja. Les abraza y les tira. Los primeros días, volvía a casa con algún arañazo en alguna parte de la cara. Se ve que la civilización va llegando a ese aula y han aprendido a quererle como es.
Pero ¿cómo es el Rey Sol? ¿Es el niño eufórico de las nueve de la noche, empeñado en bailarlo todo con su hermano mayor, o es el niño más bien taciturno, digamos que autosuficiente, de algunas mañanas juntando bloques de Lego? Ni idea. El Rey Sol se va haciendo y simplemente no estamos acostumbrados a ese ritmo. Para cuando quisimos darnos cuenta, su hermano ya estaba hecho, listo para los zoológicos y las patrullas caninas. Dispuesto a huir de Bob Esponja y hacer puzles de Peter Pan. El Rey Sol será lo que sea pero no tiene prisa. Él es feliz así, a su ritmo. Todos los demás buscamos señales de madurez en cada cosa que hace, pero esa es una urgencia nuestra que no va con él.
Él, cuando viene A., se mete en el cuarto de su hermano e intenta pertenecer. Él chapurrea un idioma imposible que ya tiene que intuir que nadie entiende. Él es enfático, eso sí. Enfático e insistente. Si su hermano es una terraza de Sitges mientras llueve, él es la tormenta.
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Café con L. en Alonso Martínez. No me gusta mucho hablar de L. porque intuyo que a L. no le gusta que hable de ella. Pero, bueno, café con L. en Alonso Martínez, dos horas de tregua y un poco de terapia. Las responsabilidades y la incapacidad de gestionarlas y el peterpanismo y todo eso. En la mesa de enfrente, se sientan un grupo de viceversos o aspirantes a viceversos, no sé. "El futuro está en el trono", como aquel corto que planeé en 2010 o 2011, cuando hacía esas cosas. La historia de una chica que venía a Madrid a participar en un programa de televisión y Madrid, para ella, era como Manhattan para cualquiera que vea los dos primeros minutos de la película de Woody Allen. Voz en off y blanco y negro.
No sé si llegué a hablar con alguien para que se encargara de la fotografía. Yo creo que era una idea bonita y que, como casi todas las ideas bonitas, era muy cara. Eran los años del Notodo, años curiosos y llenos de creatividad. Todos queríamos hacer algo. Todos. Yo rodé mi propio corto y preparé el siguiente. Teníamos los actores y el equipo y nos reunimos varias veces, creo recordar, en una calle del barrio de Tetuán y en un bar de Malasaña. No recuerdo en qué acabó la historia, o, más bien, no recuerdo por qué la historia acabó en nada. Alguien discutiría con alguien. Alguien -probablemente, yo- no se sentiría a la altura del reto.
Entre L. y yo hay más de diez años de misterio. Diez años de vida no compartida y eso incluye los años de los cortos y los de Castelldefels. Todo, cuando se le cuenta a L., es en rigor nuevo. Quiero pensar que todo lo de L., cuando me lo cuenta a mí, tiene el atractivo del que cuenta de nuevo su historia. "Sicilia, 1914...". No sé. No quiero hablar de L., ya lo he dicho. Los chicos viceversos se multiplican y se dividen. Unos skaters amenazan con tomar la plaza. Hay algo pesado en el ambiente, una mezcla de viento y sol. Son las cinco de la tarde, luego las seis. No hay prisa. L., supongo, representa el mundo antes de la prisa. Un mundo bonito. Un mundo feliz.
Mi adolescencia son recuerdos de un disco de grandes éxitos de Eric Clapton en el que se repetían, en bucle, la versión de "I shot the sheriff", la de "Knocking on Heaven´s door" y, por supuesto, el "Wonderful tonight". Yo, por entonces, no sabía siquiera quién era Pattie Boyd ni que la chica de la canción también era Layla. Yo me afeitaba y me dejaba cortes por toda la cara, pequeños granos que explotaban y marcaban el rostro. Me metía en el baño con un radiocassette y ponía "Quiero beber y no olvidar", de Manolo Tena, antes incluso de que "Sangre española" se convirtiera en un exitazo.
El ritual era ese: Clapton, Tena y, antes de llamar a la Eva Primigenia, "La bien pagá", de Miguel de Molina, sacada de un CD que tenía mi abuela por casa. Eran principios de los 90. La Eva Primigenia me atendía durante diez o quince minutos y quedábamos para la semana siguiente. Su paciencia era encomiable. Por lo demás, todo era un continuo integrarse. La primera vez que salí un viernes por Bilbao -entonces, Malasaña era "Bilbao", no sé por qué, al año siguiente la cosa ya había cambiado- fuimos a un sitio de Alonso Martínez que se llamaba Este-o-Este. Todos pidieron chupitos y yo, una Coca-Cola.
Para querer beber y no olvidar, me esforzaba lo justo. Eso sí, a pesar de no emborracharme bajo ningún concepto -de alguna manera, no solo es que no quisiera perder el control, es que sentía que traicionaba la confianza de mi abuela y de mi madre-, mi memoria era magnífica. No solo la memoria del pasado sino la del presente, la que te permite sentir que estás ante un momento que recordarás siempre. La inmensa casa de C. justo antes de coger todos el metro. Alguien aporreando "Hey Joe!" en la guitarra. Chistes sobre Joe Montana y los 49ers.
Lo divertido era verlos. Describirlos, al día siguiente, en mi diario. Mis compañeros de clase, mis compañeros de instituto completamente enajenados, otras personas. Vómitos en la calle, porros en las esquinas. Íbamos a un sitio al que llamábamos "Pepe´s" y que luego se llamó "Casa Francisca" y que ahora no sé cómo se llama. Quince años después de todo esto, me fui a vivir a una de las perpendiculares, justo enfrente de "El Clan" que ya no se llamaba "El Clan". Cuando jugaba el Barcelona, me bajaba al bar irlandés y me veía el partido con mayor o menor compañía. La libertad, vaya. Un sofá hundido, un interior lúgubre y los gritos de Nines cada mañana.
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Sabemos quién eligió a Pablo Casado para presidir el PP, pero no acabamos de saber muy bien quién le ha echado. La masa. La turba. Un montón de gente gritando mucho en la calle, gritando mucho en los platós y gritando mucho -si eso fuera posible- en los periódicos. Una cadena de retroalimentación inmediata. Todo estalló el jueves y estamos a martes y solo falta el entierro. Todo debe cambiar para que todo siga como siempre. Nadie se ha parado a pensar en el futuro más allá de los nombres. El "que venga Feijoo" es el "que venga Haaland" de la política nacional. Y, luego, que invente.
El ejemplo es terrible. No ya porque Casado fuera ejemplar, que no lo era: se pasó meses intentando reunir pruebas para chantajear a una rival dentro de su propio partido, y cuando no las encontró se fue a la COPE en plan "creedme, me tenéis que creer, es una corrupta", sino porque uno aspira a que la democracia liberal sea otra cosa más tranquila, más meditada. El PP tenía un proyecto y nada hizo Casado que se saliera del mismo. ¿Extorsionó? Sí, claro, pero nada hace pensar que fuera un pionero. Y siempre podrá alegar -cinismo- que fue por una buena causa.
Por lo demás, si el objetivo era echar a Sánchez (yo sigo pensando que aquí se equivocan, pero ya lo expliqué hace unos días sin ningún éxito), no se ha apreciado en Casado una voluntad distinta. Si la cuestión es repetir "sanchismo" y "libertad" muchas veces, el chico lo ha intentado. Se podría decir que no ha hecho otra cosa. Se recorrió Castilla y León de granja en granja ante el escarnio mediático todo para que Mañueco fuera de los primeros en dejarle de lado. Todo han sido decisiones en caliente y decisiones graves, muy poco meditadas.
Ayer, en el plató de "Ya son las ocho", se hablaba del "enrocamiento" de Casado, que había intentado aplazar todo durante una semana. Una semana. Yo no seré muy listo, pero sé que cualquier cosa que pretenda durar en el tiempo requiere de mucho más de una semana de margen. Sin embargo, en estos tiempos mediáticos, una semana es un mundo. Lo dije y todos me miraron como si estuviera loco. Todos querían que algo pasara ya y que ese algo se ajustara a lo que sus deseos apuntaban esa misma noche. Yo, que soy un conservador, proponía parar el juego y analizarlo con calma. Donde están las fichas y qué movimientos convienen. Pero no, no había tiempo para tanto.
Queda por saber qué pasará cuando todo esto acabe. Si vendrá la calma o vendrá más tempestad. De algo habrá que hablar. Todos hemos visto crisis de todo tipo en todos los partidos, pero ninguna como esta: una crisis por aburrimiento. Una crisis porque sí. Todo iba bien, pero, ay, qué rollo. Por otro lado, lo del ejemplo. Quien venga sabe qué hacer y qué no hacer y qué pasa si se toca a determinadas personas. Tienes 3000 personas en la sede nacional del partido a las cuarenta y ocho horas. Si eso no es el poder, se le parece. A los hechos me remito.
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Por cierto, la sensación de salir de Mediaset de noche, la calle Federico Mompou vacía; una acera en penumbra y la otra llena de restaurantes con terrazas cubiertas. Una sensación de adrenalina que se va calmando camino a la parada de taxis. Es divertido. Siempre es divertido y con eso me quedo. Al día siguiente, compruebas que tu programa lo han visto casi dos millones de personas, es decir, que uno de cada veinticinco españoles, más o menos, te ha visto el careto. Una americana y una camisa a juego porque la Chica Diploma me viste mejor que nadie. La barba más o menos cuidada, depende del día y de lo pronto que avisen. Yo nunca aspiré a ser un incomprendido alejado de las élites. Al revés. Otra cosa es que las élites me hayan estado evitando durante todos estos años. Sin que vaya yo ahora a reprocharles nada, solo faltaría.
Al acabar el Twitch, me encuentro con el Niño Bonito llorando en su habitación. Es el lloro del Niño Bonito un lloro especialmente triste. Un lloro que va más allá del capricho, que indica un dolor verdadero que no se sabe de dónde viene o que, al menos, él no sabe de dónde viene, que es lo que cuenta. Un lloro, además, que se viene haciendo habitual, desgraciadamente, por muy diversas razones: el día del cumpleaños de su hermano lo pasamos de madrugada en el Niño Jesús. Él vomitaba e intentaba dormir en un sillón recostado -es todo lo que nos ofrecieron- y yo le cogía la mano en la silla de al lado. Llevaba horas retorciéndose de dolor, pero, no sé por qué, nadie acertaba con el analgésico.
Podría haber sido Covid -era principios de diciembre, aquellos días locos de farmacias desabastecidas-, pero no lo era. Aún no sabemos exactamente qué le pasó, pero suponemos que algún tipo de indigestión. Covid fue lo que pasó pocas semanas después. Un Covid como una catedral que empezó con un "creo que tengo frío" y dio la cara definitivamente con unas tosecitas de martes por la tarde. Lo que siguieron fueron días de un aislamiento más estricto del que me gustaría reconocer -sus padres somos autónomos, sus padres no podemos permitirnos el contagio- y una sucesión de tests de antígenos que ni un futbolista.
Por las noches, siempre con mascarilla, le dejábamos sentarse en su sillón y estar con nosotros, también enmascarados. Su hermano no entendía por qué no podía lanzarse a por él como siempre y sentársele encima. Una noche, le dio una migraña horrible y ahí empezó un nuevo lloro. "Me va a estallar la cabeza", decía, mientras yo le preparaba el paracetamol y le ponía una toalla fría en la frente. "¡No me alivia!", gritaba impaciente, mientras yo le volvía a coger la mano y le abrazaba pese a todo y le dejaba un móvil para poder chatear con él y que no tuviera miedo mientras me iba a cenar a la cocina.
Sin embargo, lo de después del Twitch es otra cosa. No es un dolor físico, sino una angustia inexplicable. Un ataque de ansiedad muy lento, muy progresivo. Hay algo muy triste en el lloro del Niño Bonito, pero, a la vez, hay algo precioso en ver cómo se va calmando, cómo los miedos desaparecen, cómo vuelve la sonrisa y, con la sonrisa, los hoyuelos, cómo regresa el alivio, y, así, los dos nos quedamos en el cuarto, pasadas ya las once y media de la noche, él sentado en su cama y yo sentado en el suelo y nos contamos y nos decimos que nos echamos de menos y lamentamos la suerte del Rayo Vallecano porque de algo tienen que hablar un padre y un hijo y, si no es de fútbol, ya me dirán ustedes de qué.
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Una de las discusiones de este verano fue si yo era rencoroso o no. Por supuesto, yo decía que no. La Chica Diploma decía que sí. Nada que reprochar. Yo decía a su vez que la rencorosa era ella y ella no se daba por aludida, así que se ve que el rencor está siempre en el ojo ajeno. Puede, incluso, que ambos tuviéramos razón. Al menos, en mi caso. Puede que, sí, yo sea un rencoroso teórico, pero no un rencoroso práctico. No sé si me explico. Puede, por ejemplo, que yo aún recuerde perfectamente a aquella chica que pasó por casa a conocer a mi hijo pequeño mientras mi mujer lloraba con los pezones hechos carne y, dos años después aún no ha mandado ni un mensaje para ver cómo seguíamos.
Sin embargo, aunque lo recuerde, aunque recuerde a la editora psicópata y a su novio el mediocre, aunque esos recuerdos me duelan hasta la sangre -lo que supongo que, en efecto, me hace un rencoroso-, tampoco tengo especial pulsión por el castigo. No voy a hacer nada al respecto. No voy a montar ningún numerito. No voy a jurar odio eterno. Sigo adelante y punto, no necesito reivindicarme ante nadie más que ante mí mismo. De hecho, el síndrome del impostor sigue invitándome a pensar que todo en realidad es culpa mía, que fui yo el que hizo algo que no merece perdón ajeno.
Durante un tiempo, antes de que las cosas empezaran a ir sorprendentemente bien -antes de que escribiera en uno de los digitales más importantes del país, antes de tener trece mil seguidores en Twitter, dos mil en YouTube, me llamaran de Telemadrid, de Telecinco, tradujera para una editorial maravillosa y viajara a Palma, a Bilbao, a Barcelona... para entrevistar a personajes fascinantes-, pensé en publicar un libro que se llamara "La historia completa de mis fracasos profesionales", título magnífico copiado de una película mejorable en todo lo demás. La idea no era ser rencoroso, pero sí contar lo que pasó por si le había pasado a alguien más. Desde los periódicos que no pagan a las editoras dementes a las colaboraciones extintas sin saber muy bien por qué.
En el fondo, el proyecto tenía algo de autodestructivo. ¿Quién iba a querer contratar después a alguien que escribía sobre sus antiguos jefes? Bien entendido, no obstante, también podía ser algo divertido e incluso reivindicativo: el asunto no era hablar mal de ellos sino hablar mal de mí. Reconocer en todo lo que me equivoqué y pude hacer mejor. Hacer propósito de enmienda. Terapia psicológica. No solo eso: el asunto era hablar bien de los que me habían tratado tan bien, de todos esos sitios maravillosos donde fui tan feliz y, desde luego, en una versión actualizada, de todos esos sitios maravillosos donde me están tratando como nadie me ha tratado nunca.
Una frase que se repite mucho entre la gente que me conoce, aunque sea de perfil, es "te lo mereces". Sí, puede que me merezca estos dos últimos años, pero, ¿acaso no me merecí los anteriores? No lo sé, no estoy seguro. No sería justo ni conmigo ni con los demás. Yo, en aquel momento, desde luego, pensaba que si me iba tan mal era porque me lo había ganado a pulso. Que era imposible tal acuerdo en mi mediocridad si era mediocridad no era real. A menudo, por supuesto, lo sigo pensando, pero, ahora, al menos, no tengo que coger un autobús abarrotado con el sol en la frente rumbo a cinco horas de past perfect y past simple en los confines de la Comunidad de Madrid.
No sé si esto durará mucho o poco. Como soy pesimista, tiendo a pensar que poco y que luego ya podré inmolarme a gusto. Solo pediría que para entonces mis hijos hubieran acabado el colegio, pero, claro, me puse tan tarde con la paternidad que eso casi coincide con mi edad de jubilación. Hoy, una compañera de Alcalá me decía: "Ni se te ocurra volver a la Escuela" y la verdad es que no, no se me ocurre. Nada personal. Simplemente, no es lo mío. Era tan evidente que no era lo mío que no entendía cómo a tanta gente le pasaba desapercibido. Ahora bien, no sé si todos esos años formarían parte de mis fracasos. Al fin y al cabo, una vez te has puesto delante de toda esa gente adormilada, agotada, a menudo desesperada y otras veces directamente aburrida... Una vez que has hecho el "make´em laugh" delante de veinte o treinta adultos que esperan de ti un milagro, ¿cómo ponerte nervioso ante una cámara?, ¿cómo temblar ante un encargo inesperado?
Se supone que, el otro día, unos dos millones de espectadores me estaban viendo hablar de Manolo Santana. ¿Impresiona? No, impresionan veinticinco, veinte, quince... sus pares de ojos puestos en ti y ningún sitio donde escapar, el cuerpo arrastrándose por la pared para no caerse, la mano temblorosa sujetando un rotulador sin apenas tinta. Todo lo demás, sinceramente, no deja de ser un alivio.
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La entrevista a Sheila Blanco. Ojalá fuera siempre tan fácil y tan bonito.
Una de las patas del fracaso de Hillary Clinton y el Partido Demócrata en 2016 -y que se mitigó solo en parte en 2020- fue la asunción de que nadie podía votar a Donald Trump. Nadie podía siquiera mostrar la más mínima simpatía por Donald Trump. Era inconcebible. ¿Cómo se puede confiar en alguien así? ¿Cómo se puede admirar a alguien así? El asunto era simplemente dejarse llevar, señalar al rival con un gesto de enorme superioridad moral y festejar en noviembre. El problema fue la realidad, que tenía otros planes.
Cuatro años más tarde, Biden se puso serio, más que nada porque el otro era el presidente de los Estados Unidos, no un empresario de dudosa reputación y negocios oscuros. Aun así, y pese a una menor relajación, el Partido Republicano se quedó a un puñado de votos en cinco o seis estados de renovar mandato. No fueron noches fáciles aquellas, desde luego. Es muy probable que las encuestadoras partieran del mismo prejuicio: solo los fanáticos votan a Trump, cualquier voto dudoso tiene que ir forzosamente al otro lado. Se equivocaban. Se equivocan, vaya.
Del mismo modo se equivoca la derecha española con Pedro Sánchez. En cierto modo, le pasa lo mismo que le pasaba a la izquierda con Aznar. Uno puede entender personajes como Rajoy que van más allá casi de la ideología, pero, ¿Aznar? ¿Quién podía votar a Aznar? ¿A quién podía caerle bien Aznar? Años más tarde, ¿Ayuso? ¡Pero si es una loca peligrosa! Lo que tienen en común todos -Trump, Sánchez, Aznar y Ayuso- es su facilidad para copar el debate y marcar la agenda. En este caso, en vez de explicarnos a todos qué demonios piensa hacer con el país, cómo va a sortear el problema de la extrema derecha, por qué ha hecho saltar sus acuerdos con Ciudadanos allí donde ha sido posible, Casado se limita a explicarnos que Sánchez sigue gobernando.
Es algo parecido a lo que apartó a Albert Rivera de la primera línea política. El último año de Rivera fue demencial, obsesivo. Aquel hombre solo vivía para apartar a Sánchez de la Moncloa. Casi todos los insultos gruesos al socialista y a sus gobiernos no han partido de VOX ni del ala dura del PP, sino de Rivera. Así le fue. Alguien debería avisar a Casado de que va por mal camino si sigue sin presentar alternativa, confiado en que la obviedad de que Sánchez es malvado, inútil, veleta, amigo de ETA, amigo de Puigdemont, un hortera, un vanidoso... caerá por su propio peso.
Esa es sin duda la valoración que el presidente del gobierno tiene entre Casado y sus votantes. El problema es que Casado y sus votantes no son todo un país. Hace falta convencer a la gente de que tú eres mejor. La cómoda ventaja del centro-derecha en las encuestas nacionales se ha venido abajo en apenas unos meses -sospecho que para gran alegría del sector ayuser- y en Castilla y León estamos viendo algo parecido: Casado, nacido en Palencia y diputado por Ávila durante varias legislaturas, sabe -o debería saber- mucho de lo que Castilla y León necesita para el futuro y sabe -o debería saber- qué cabe destacar de los gobiernos del PP durante los últimos treinta y pico años.
Sin embargo, va a rebufo. Como siempre. Garzón dijo algo de las granjas y Casado empezó a comparecer rodeado de vacas. Algún politólogo habló del voto rural y Casado se lanzó a vender jamones y a ponerse botas de agua. No está funcionando. Hace falta algo más. De Ayuso se pueden decir muchas cosas, pero está claro que tiene un discurso propio. Un discurso vacío, en muchas ocasiones, casi propio de una campaña de publicidad más que de un programa de gobierno, pero un discurso que hay que rebatir y que marca el debate. Los demás, a su rueda, y ella tirando a bloque, como Jan Ullrich. Casado, no. Casado sonríe demasiado y es difícil tomárselo en serio. Parece siempre un comercial llamando a tu puerta a las cuatro de la tarde, en medio de una siesta. Iba para presidente del país y se le está poniendo cara de Hillary Clinton.
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Algunos apuntes sobre la noche del 7 al 8 de febrero de 2022: duermo en el sofá porque así la Chica Diploma puede dormir con el Niño Bonito -tiene terrores nocturnos- y el Rey Sol ocupa todo el dormitorio principal en una cuna diminuta. Es muy probable que seamos de chiste, pero no sabemos hacerlo mejor. Como todo el mundo está acostado a las diez, yo me puedo quedar una hora leyendo mi libro de David Halberstam sobre los Blazers -cada hoja es la invitación a un artículo... pero ni hay tiempo ni hay dinero que lo compre- hasta que caigo rendido a las once.
A la una, me despierta mi mujer. Se va a la cama principal porque el Rey Sol se ha despertado y está gritando "¡Mamá, mamá!". Me arrastro hasta el cuarto del Niño Bonito, me tiro en la cama y a las dos horas, entra la Chica Diploma con el Rey Sol para que cuide de él mientras le prepara un biberón. El niño ni llora ni ganas que tiene de llorar. Se queda ahí en la cama conmigo como yo me quedo en la cama con él, los dos dormidos sin podernos dormir mientras su hermano descansa a pierna suelta en la cama de abajo.
Esto creo que es a las tres y algo. A las cuatro y media, el niño sigue despierto. Lo sé porque su ronroneo me despierta a mí. Algún grito esporádico de "¡Allí, allí!", entiendo que dirigido al salón. Me despierto y le digo a la Chica Diploma que duerma ella estas tres horas y pico que quedan hasta que empiece la rutina. Duermo al niño en la hamaca después de mucho tiempo -normal, todo el cuerpo le cae por todos lados- y lo meto en la cama. Algunos lo llamarán colecho, pero esa es una palabra demasiado cursi. Le meto en la cama para que se duerma seguido de una puta vez y me deje dormir a mí. Yo lo llamo supervivencia. A las siete y media está otra vez despierto y gritando: "¡Allí, allí!", así que recojo mis párpados, le llevo en brazos al salón y nos ponemos a ver "Los compañeros de Ryan" (o algo así, hablo de memoria).
A las ocho y cuarto, despertamos a los que quedan y nos preparamos para un nuevo día, que, en el fondo nunca dejó de ser el de ayer, el de la plácida lectura de diez a once de la noche en un sofá de la Travesía de López de Aranda. La Chica Diploma le lleva al fisioterapeuta, le lleva al Centro de Atención Temprana, tiene una reunión online, come corriendo y se va al trabajo. Yo colaboro en un podcast, hago un artículo sobre Lewis Hamilton, repaso bibliografía sobre bandas urbanas, leo en diagonal los principales medios extranjeros, cuido al bebé de vuelta, escribo esto y me voy a Mediaset a hablar de Nadal y Djokovic. En quince minutos o así.
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Tengo pendiente la autobiografía de Pattie Boyd. En el enésimo ataque de imprudencia, me he comprado una de George Harrison, para hacerle compañía en el estante.
Hubo una época en la que todas mis historias eran una recreación de Hemingway. Los diálogos cortos de Hemingway, incluso los silencios. Los sobreentendidos, a menudo llevados al exceso. Durante años y años, me dediqué a buscar la manera de escribir de nuevo, a lo Pierre Menard, "The short happy life of Francis Macomber". Creo que lo conseguí. Creo, incluso, que lo publiqué, pero nadie se enteró. Desde entonces, tengo la sensación de que todas mis historias son una recreación de "American Graffiti": chicos perdidos que se cruzan de noche y que le tienen miedo a algo. Supongo que "La noche que murió el Guru Josh" tendría que ser algo así, quizá ambientada en los noventa, claro, el juego de adelantarse a la realidad -Guru Josh murió, pero en 2015, en Ibiza- o entender la muerte como una metáfora o algo por el estilo.
Chicos perdidos y chicas que esquivan a los chicos perdidos. No necesariamente chicas temerarias, cualquier otra cosa. Chicas normales, pongamos, no sé. El otro día, por razones obvias, me acordé de la novia de John Cobra sobre el escenario aquel donde el "cantante" se tocaba los huevos y le pedía encarecidamente al público que se los comiera mientras Anne Igartiburu ponía el grito en el cielo y José María Íñigo le miraba con cara de "me desayuno a cinco como tú cada mañana". La novia de John Cobra detrás de John Cobra como un corderito, intentando cogerle la mano para calmarle, poco más que una adolescente. Chica perdida, supongo. No sé si chico temerario o, aquí también, cualquier otra cosa.
Durante un tiempo tuve un imán para las chicas frágiles. Yo sé que las buscaba, pero no para protegerlas entre el centeno, no para evitar que se las comiera ningún cordero. Las buscaba para ver si juntos conseguíamos entender algo. Una manera de hacer equipo. Yo buscaba chicas frágiles porque entendía que las chicas normales nunca perderían el tiempo conmigo. Luego -no sé cuándo- me convertí en otra cosa. Puede, simplemente, que me aburriera. El otro día, me preguntaban en un podcast por qué hacía tantas cosas tan distintas. La respuesta es simple: "Me aburro con facilidad". Y, como si nada, no sé si dejé de perderme, pero sí dejé de encontrarle el encanto. Y, de un plumazo, también, las chicas frágiles, las lánguidas Annie Halls, desaparecieron. No diré que, a veces, no las echo de menos.
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Buscando en internet, encuentro una actuación de Guru Josh en el programa "Un día es un día", de Ángel Casas. Julio de 1990. Casas le presenta como "el personaje más estrafalario del pop actual", como si quisiera decir "este no llega a los cincuenta y un años ni de coña", aunque llegó. Creo recordar que mi abuela y yo veíamos ese programa en casa por las noches. Como tantos programas en una casa con un cuarto de estar, un televisor y dos cadenas.. El otro día soñé con ella. Era un sueño bonito, en plan "buf, cómo hemos llegado hasta aquí", como si fuéramos dos centrocampistas del Rayo Vallecano jugando las semifinales de la Copa del Rey.
En el programa, aparece Guru Josh acompañado por un tipo que imita tocar una trompeta -el playback es de escándalo-, rodeado de dos teclados que aporrea para reproducir todos los instrumentos del single mientras baila un poco a lo Capitán Haddock si el Capitán Haddock bailara. Detrás de ellos, un par de chicos mazados se mueven al estilo "Vogue" y dos chicas se incorporan en el estribillo, como si nadie les hubiera avisado antes de que aquello había empezado. El Guru Josh parece feliz. En realidad, parece drogado, pero igual esto es un prejuicio absurdo -1990, discotecas, Ibiza...- y "feliz" es la palabra justa y adecuada.
Paul Walden -ese era su nombre en realidad- tiene 26 años. Acaba de cumplirlos. Aunque es británico, tiene cara de francés, quizá por la cercanía de la isla de Jersey a la Normandía. Británico errático que lo mismo te estudia odontología que compone uno de los himnos "trance pop" de las siguientes décadas. Tan grande le vino lo de "Infinity", que, obviamente, ya no tuvo un éxito más en su carrera. Tampoco lo necesitó. En julio de 1990, yo acababa de cumplir trece años. En algún momento de ese verano, teníamos planeado un viaje a Menorca, pero yo me puse malo el día de antes y no fui. Me quedé en casa viendo un concierto de Madonna, de la gira "Blond Ambition". En un mes, empezaba octavo de EGB.
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Voy a poner aquí que el Rey Sol sigue sin dormir bien, simplemente para recordarlo cuando lo lea años más tarde. Duerme como el Guru Josh baila: a tirones. En medio, inmensos momentos de madrugada que hay que cubrir como sea. Esta noche, me ha tocado dormir a mí con él. Yo, en la cama, y él en la cuna. Cuando se despertaba, le movía un poquito con la mano y parecía valerle. Eso, hasta las cinco de la mañana, que me ha rescatado la Chica Diploma y yo me he ido a dormir a la cama nido encima de la del Niño Bonito. De esas noches en las que duermes en una misma casa, pero en tres sitios distintos.
Yo no sé qué sería capaz de hacer si no estuviera siempre dormido. Supongo que lo mismo que ahora, no me hago grandes ilusiones. Siempre con lo mínimo, Guille Ortiz, siempre con lo mínimo. La vida, durante muchos años, fue una tensión entre lo que quería y lo que tenía. Ahora, que tengo casi todo lo que quiero, echo de menos lo básico: dormir, ver la televisión, escuchar música, terminar mi libro sobre los Portland Trail Blazers de la temporada 1979/80. Ser un niño perdido, incluso ser un Peter Pan que cuida de los niños perdidos tiene su fecha de caducidad. El otro día se lo explicaba a mi mujer: "en quince años, tendré sesenta".
Eso no quiere decir que no haya días terribles. Hay días terribles. Días en los que no puedes moverte y lo único que quieres -hayas dormido o no- es desaparecer porque simplemente no das para más -well, it´s a bittersweet symphony, that´s life. Try to make ends meet, you´re a slave to the money, then you die-, pero, ¿acaso no le pasa esto a todo el mundo?
La Chica Diploma y yo salimos a pasear bajo el sol suburbano. Un sol de zona residencial, parques enormes y carriles bicis. Una inmensidad de cielo y solo el ruido del 146 interrumpiendo la calma cada diez minutos aproximadamente, el único nexo del barrio con la ciudad. De vez en cuando, sobre todo ella, chica cosladeña, dice aquello de "este fin de semana, vamos a Madrid" como si no se llamara Madrid todo esto, como si fuera otra cosa, una entidad propia e independiente.
La Chica Diploma y yo bajamos por López de Aranda y torcemos hacia la calle Alcalá entre una colección de chalets que se disponen como casas londinenses o incluso casas de barrio pijo de Brooklyn, barrio de Woody Allen. Tomamos una Coca-Cola en el Rodilla porque el asturiano está cerrado. Hablamos sobre el Niño Bonito y sus problemas. El Niño Bonito tiene ya siete años y medio y en nada su padre le dirá que se quede en casa a ver el fútbol con él, pero preferirá verlo con sus amigos, en casa de Hugo, por ejemplo, si sus padres no están ese fin de semana, y luego volverá borracho y atormentado a casa.
Por lo demás, la nuestra es una casa feliz porque los niños son felices. Esto siempre ha sido así. Atormentados, pero felices. Con mala hostia, pero felices. El Rey Sol saca el culo para bailar como si fuera una gallina, igual que hacía su hermano, cada vez que oye una canción de los Pica Pica que le guste lo suficiente. Es un poco sibarita al respecto. No le vale cualquier cosa. Acaba de cumplir dos años y sigue siendo una incógnita. Parece que a él le gusta, además, que se siente cómodo en su condición de interrogante. Nadie espera nada de él y todo se le celebra. Es impresionante cómo lo ha visto claro desde que llegó al mundo, cómo fijó las reglas de la relación con los demás: os daré esto y no pidáis más. Y cuando decida dar más, estad atentos.
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El sábado fue algo parecido a un día libre, algo que no ha abundado en los últimos meses. Los días libres, los días especiales se celebran aquí desde la mediocridad. Desde la normalidad del día a día de cualquier otro momento de mi vida. Termino de ver la primera parte de la cuarta temporada de "Ozark", termino también el libro de Bob Woodward y Rob Costas sobre las elecciones estadounidenses. Me tumbo en el sofá donde duermo por las noches y veo un documental sobre jugadores universitarios que manipulan partidos para brokers de Las Vegas, luego un reportaje sobre el Moggigate en el que hay más ruido que nueces y por último el famoso repaso a la trayectoria de los Héroes del Silencio.
La Chica Diploma llega de su curso muy tarde y pide comida en un japonés. Yo decido no cenar. Hemos comido bien en uno de sus descansos. Me dice: "¿Pero tú no odiabas a los Héroes del Silencio?" y yo le digo que sí, que con pasión, y que nada ha cambiado desde entonces, pero que aquello no son los Héroes del Silencio, son los últimos ochenta, son los primeros noventa, son mi infancia y mi primera adolescencia y aquellos vagones junto al Pantano de San Juan que quedarán para siempre pegados a la memoria como las patas de una mosca en la vaselina.
Por las mañanas, cuando me ducho, pongo la playlist que alguien ha creado en Spotify con las canciones que salen en mi libro. Las canciones de mi vida. Por ahí, puede salir cualquier cosa, incluso Héroes del Silencio. Esta mañana, el "random" ha empezado por "Bittersweet symphony", otra de esas canciones que los veinteañeros británicos escribían como si tuvieran cuarenta años y estuvieran de vuelta de todo. Un día, escuchando "Infinity", pensé en lo que molaría un libro que se llamara "La noche que murió el Gurú Josh", pero no encontré argumento que desarrollar. Nunca hay argumento. Hay flashes. Pero, ¿acaso no es así la vida?
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Si solo hubiera sido la mudanza. La vereda, de momento, se ha mostrado como una excelente elección. Cansada, sin asfaltar, pero divertida. Algo parecido a una escapatoria, en ocasiones. Escribo de ciencia y de política internacional y de los Beatles y de deportes y entrevisto a cantantes como entrevisto a escritoras como me cojo un avión y me planto en Palma de Mallorca para hablar con un ex jugador de baloncesto y acabamos comiendo en una marisquería de puerto.
Aparte, salgo en la tele. Salgo bastante, más de lo que nunca hubiera soñado. Y siento que, de alguna manera, me escuchan y tiene sentido. Eso, por las mañanas. Por las noches, algunas noches, acabo en Mediaset con un hisopo en la nariz y después una charla sobre Novak Djokovic, a unos metros de Isabel Pantoja o de Gloria Camila o de la socialité de turno. Es divertido. Ellos, con Antonio David, y yo, con mi libro de Woodward como si fuera una especie de crucifijo o collar de ajos. Algo absurdo cuando ya has llegado allí porque si has llegado allí es que te gusta y, desde luego, no eres mejor que nadie.
He traducido mucho también. Unas quinientas páginas de un libro de baloncesto. Tal vez, eso haya sido lo mejor de todo. Tal vez, eso acabe con muchas cosas, lo averiguaremos en breve. Un trabajo y una terapia a la vez, yo sé de lo que hablo. El problema siguen siendo las madrugadas. Y algunos despertares demasiado agobiantes. Y un cuerpo vencido al estrés y a la impotencia. Y las preocupaciones a lo Cheever de la vida suburbana. No un suburbio a lo descampado y heroína sino un suburbio de Los Simpsons, con sus madres en bicicleta llevando a sus hijos y cochazos mal aparcados frente a los restaurantes.
Ayer, intenté que mi hijo mayor viera un rato de "Una noche en la ópera". Demasiado desdeñoso, el niño. Demasiado orgulloso de una generación que no sabe cuál es. "Esta película tiene casi 100 años", le digo, pero eso le parece una ofensa a su juventud. Cien años y un millón de años es para él lo mismo en este momento. Lo mismo Groucho Marx que un pterodáctilo. Un mundo plano y sin obligaciones. Si esto fuera una de las películas que le gustan, un día nos despertaríamos cada uno en el cuerpo del otro.
Termino "Yoga" en tan solo dos semanas, una lectura tan agradable como casi todas las de Carrère. No sé por qué todo el mundo ha puesto el libro a parir, se me escapa. Sospecho que tiene que ver con el principio, ese principio tan lento, tan de meditación, tan de observarse a uno mismo y ver qué pasa. No sé, a mí me gustó. Me tranquilizó. Me invitaba a pasar una página tras otra sin expectativas, que es un poco lo que es el yoga. Me animaba a escribir, también, a escribir como Carrére, cosa que siempre me pasa y nunca consigo, claro.
También yo probé la meditación un par de veces y no llegué muy lejos, así que entiendo el aburrimiento. ¿Qué demonios nos está contando este tipo sobre sus fosas nasales? Pero, mientras, el tiempo pasa y pasan los pensamientos y es delicioso que sea así, sin agarrarse a ninguno en concreto, solo sensaciones. En el fondo, este blog, al menos en su evolución y desde luego a partir de 2014 es un poco "Yoga". Antes podía ser una narración de lo externo (Alex Terieur, para los que hayan leído el libro) pero desde entonces son reflexiones sueltas que solo me afectan a mí.
Por ejemplo, aquella charla pandémica con LC en la que me presentaba a su novio y yo le decía que era muy guapo y ella me decía que sí y que mi mujer también y concluía con un "hemos ganado" que nunca supe bien qué quería decir más allá del convencimiento con el que lo decía. Recuerdo incluso la repetición pocas líneas de Whats App después: "Sí, pero nosotros ya hemos ganado", que, en el fondo, no sé si era una victoria o una rendición. Un "ya está, ya hay paz, ya hay paz". La victoria de LC además tenía algo de improbable, algo que nos llevaría de cabeza a la hubris si no fuera precisamente porque la partida la daba por acabada: no era nuestra victoria una victoria conjunta, no era un "dos contra el mundo". La idea de LC era que los dos, por separado, habíamos conseguido vencer. Que los dos habíamos derrotado al universo o, según sus gustos algo "new age", que los dos lo habíamos conquistado, atraído, para que nos colmara de parejas bellas y turgentes.
"Yo solo le pedía a Dios una chica bonita", repetía Ray Loriga en 1992, y Dios fue todo oídos. Conmigo le costó más tiempo. A LC no sé si le dio peces pero desde luego la enseñó a pescar. Todo esto me vino a la cabeza al terminar uno de los capítulos. Uno de los tantos pensamientos intrusivos en esas ciento cincuenta primeras páginas que tanto desesperó a tantos buenos lectores. Por lo demás, lo escandaloso, lo fallido del libro no es que hable mucho de sí mismo sino que apenas hable de lo que importa: el divorcio. Pero al fin y al cabo eso ya lo sabíamos porque se publicó en la prensa antes de que el libro saliera de la imprenta. Sabíamos que era un libro capado y tramposo y que precisamente por eso era también una rendición.
Aun así, quedan páginas maravillosas. A mí me gustan las de la locura y el centro de salud mental porque yo siempre he pensado que soy carne de centro de salud mental. Carne de electroshock y delirio. Me gusta la sensación de felicidad tras una buena medicación. Me gusta la evasión del mundo. Lo único que esperan de ti es que no te cagues encima y hasta eso podrían perdonarte. Luego, la parte griega es formidable. Incompleta, claro, como todo, porque todo tiene un aire de "tengo que contaros algo, estoy tan desesperado, lo estoy pasando tan mal que me da igual lo que penséis, yo necesito contároslo y así contármelo a mí mismo. Estoy perdido. Digo que ya no estoy perdido porque sigo perdido pero no quiero alardear". Es un libro muy mío, si se piensa, o, más bien, un libro muy para mí.
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Los posters de la habitación no están bien alineados. No hay el exquisito ejercicio de simetría que uno podría esperar de una Chica Diploma. A Kurt Cobain hubo que ponerle más abajo porque no cabía en línea recta. El de Bowie sospecho que está algo torcido pero quizá es mi impresión con mi propia cabeza torcida en la cama. Al de los Beatles no hay nada que reprocharle. El Niño Bonito pregunta: "¿Quién es el que salta aburrido?" Y, por supuesto, el que salta aburrido, como si quisiera estar en cualquier otro lugar ya a sus 20 años recién cumplidos, antes incluso del éxito desmedido, los gritos y el samsara, es George Harrison.
Lo que más le interesa a mi hijo mayor de los Beatles es la muerte de John Lennon. Me la recuerda varias veces, no vaya a haber resucitado. Tiene un pánico atroz a viajar a Estados Unidos y que se líe un tiroteo en cualquier esquina. A mí me pasó lo mismo hasta que crucé Wyoming y la cosa fue razonablemente bien. Estamos los cuatro en la cama: la Chica Diploma, el Niño Bonito, el Rey Sol y yo. Ella dice estar demasiado cansada y busca explicaciones porque necesita que a cada consecuencia le siga una sola causa. Yo creo que estamos agotados, sin más, y la perspectiva de estarlo aún más en los próximos años me paraliza. Yo querría meter la cabeza bajo el edredón y perderme. Abrir los ojos para encontrarme a Bowie, a Kurt y a los Fab Four y volver a cerrarlos. Sentirme en casa. Soñar otra noche más que estoy solo y sentir un cierto alivio en ello. Como le digo a mi mujer tras despertarme, "no sé cómo no se me ocurrió que así podría leer un rato".
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Ganó el Atleti la liga pero el Niño Bonito no celebró como se esperaba de él. Lleva dos semanas poniéndose la equipación completa para ver los partidos y pasando por ellos como un forastero. Ni una mueca de inquietud ante los goles de Budimir o Plano, ni una celebración exaltada ante los de Luis Suárez. Todo en él es a matter of fact. A mí me hacía ilusión que ganara el Atleti por ver al niño feliz y me encuentro con un niño al que básicamente le da igual todo. Puede que le hubiera molestado la derrota, pero tampoco tiene pinta. A su madre le parece una buena noticia y en términos generales lo es: reservemos las pasiones para lo que realmente es preciso. Lo que pasa es que yo ya me había hecho ilusiones y, ya se sabe, las ilusiones son un poco traicioneras.
Al día siguiente, desciende el Estudiantes y el que se queda como estaba soy yo. Bloqueado, quizá. No sé. Creo que hay un Estudiantes en mi vida hasta "Ganar es de horteras" y otro después. Como si yo, a lo Carrère, a lo LC, ya me hubiera quitado el peso de encima, ya hubiera contado todo lo que había que contar y ya pudiera rendirme. Aquel descenso y este descenso, ¿cuál es la diferencia? Nueve años más de sufrimiento, nueve años más de nóminas para un montón de amigos. Yo entiendo a los que dicen que es una excelente oportunidad para reformarse pero yo no creo demasiado en las segundas oportunidades. No con un club en quiebra y unos vicios enquistados.
Yo podría escribir hoy que algo de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, se ha venido abajo con estrépito... ¿pero acaso no es exactamente eso lo que escribí en 2012? ¿Para qué repetirme? Yo ya me despedí de esa juventud, de esa adolescencia, de esa infancia y cerré la puerta. Era necesario. Al año siguiente, murió mi padre. El otro día le expliqué a una amiga el momento en el que mi madre visitó a mi padre en el hospital cuando aún estaba consciente y todos ahí sabíamos que era la última vez que se iban a ver y me eché a llorar. Ahí me di cuenta de todo el peso, me di cuenta del duelo atrasado pero no solo de eso. A los dos años, nació mi hijo. La vida estaba condenada a ser otra y no hacía falta una pandemia para ser consciente de ello. Lo que no quiere decir que la pandemia se ahorrara la visita. Habría sido mucho pedir.
Tal y como yo lo veo, el encanto de "La isla de las tentaciones" es enfrentarnos a la juventud que soñamos y nunca tuvimos. No así, desde luego, no en una isla paradisíaca, rodeado de lo que parecen buenos amigos, solos contra el mundo y con algunas de las personas más guapas del país intentando hacer lo posible porque nos enamoremos de ellas. En "La isla de las tentaciones" todo el mundo es despampanante y eso es lo primero que le distancia del producto original, "Confianza ciega", donde, a ver, los chicos eran televisivos, por supuesto, pero no modelos -salvo quizá Nube, tía, los hemos perdido- y lo que se vendía cruelmente era la normalidad. Gente normal que sabe que está viviendo una excepción tan ficticia que es capaz de destrozar su vida por alargar un poco más el sueño.
En "La isla de las tentaciones" esto no es así. Tú intuyes que esas personas son reales pero no lo sabes del todo. En rigor podrían ser actores o, peor aún, tronistas. Si veíamos sádicamente a Francine Gálvez para regodearnos en el dolor ajeno, ahora vemos a Sandra Barneda para disfrutar de un espectáculo sensacional. La belleza. "La juventud", que diría Sorrentino, porque Sorrentino sería un excelente director de programa, Sorrentino se pasaría horas y horas viendo el producto e intentando buscar el punto nostálgico, estético, que ahora mismo le falta porque no lo necesita. Son todos jóvenes y guapos y disfrutan de sus cuerpos y del poder que les dieron los dioses y nosotros los vemos y no somos capaces siquiera de odiarlos ni amarlos como se odia o se ama al protagonista de una teleserie turca porque están aún más lejos.
Nosotros, insisto, proyectamos nuestra juventud frustrada de chicos feos, del montón, que quizá estuvieron alguna vez de Erasmus o algo parecido, no sé, que conocieron a la chica o el chico de sus sueños y ni siquiera les devolvió la mirada y abrazamos su ficción haciéndola nuestra, apurando también nuestro sueño -el de verdad, el de la alarma del móvil del día siguiente, de nuevo el tedio, el orden, la prisa, la mediocridad...- para poder sentirnos junto a la cámara parte de esa fiesta, de esa postadolescencia que no acaba nunca. Siempre jóvenes, siempre bellos, siempre juguetones. En "Confianza ciega", la inmoralidad dolía. En "La isla de las tentaciones" se suspende el juicio constantemente, una vida más allá del bien y del mal de cuerpos sinuosos, estatuas griegas. Hay algo allí de "San Junípero" también. Si esperamos al siguiente capítulo es porque sabemos que es lo más cerca que vamos a estar del paraíso en siete días.
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Yo abarqué mucho pero no apreté casi nada. No lo digo con orgullo porque en la vida hay que apretar con cuidado pero sin miedo. Así, conocí a demasiada gente pero muy poca se quedó. Por supuesto, me fascinaron los talentosos como me fascinan los guapos televisivos. Por supuesto, quise ser como ellos, uno más, parte del grupo, la pandilla, la tendencia, la generación... Yo no rehuí en ningún caso el compadreo pero nadie quiso hacer piña conmigo y así me quedé en un grupo de uno. A mí me habría venido genial un mínimo de habilidad social para llevarme bien con la gente. No solo caer bien, sino llevarse bien, insisto, un concepto que me parece prodigioso.
Como en aquellas películas en las que el muerto lo único que echa de menos es no poder haberse despedido, a mí a veces me entran ganas de volver a 2011 y decir adiós a toda esa gente maravillosa. A las jóvenes actrices, los guionistas incipientes, los músicos llamados a llenar pabellones... a todos los que compartían descafeinados conmigo en la Baja Malasaña. A todas a las que hacía partícipes de mis ataques de euforia o depresión, borracho, subiendo la Corredera hacia la calle Churruca. Yo querría al menos volver y decir adiós y pedir perdón por haber desaparecido porque yo no sabía que iba a desaparecer -nunca dije adiós, yo no dije adiós pensando no volver a verte- y mucho menos sabía que no iba a encontrar la manera de aparecer de nuevo.
Porque, al fin y al cabo, yo, escapista había sido siempre, eso no extraña a nadie. Pero eran aquellos tiempos en los que el mundo te esperaba. Otros tiempos, sin duda. Empecé a hacer charlas en YouTube simplemente porque necesitaba escucharos. Durante muchos años mi actividad social, literaria, profesional... fue prácticamente una referencia constante a mí mismo. No voy a decir que hoy no lo siga siendo, pero al menos ahora hay otro. Hay otro que cuenta, otro al que escuchar, otro que se toma la molestia durante una hora de estar ahí conmigo, con el-que-no-está por excelencia. Claro que estoy cansado de poner voces de bebé y estar instalado en la virtualidad. Quién no lo estaría a los 43 años, es completamente impropio. Y sin embargo, no sé volver. No me acuerdo ni de cómo se intentaba.
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El jueves no fue un gran día. A ver, estamos en medio de una pandemia que dura un año, tampoco vamos a pedir euforias baratas. Cuando sonó esto, me puse a llorar sin saber muy bien por qué pero sin poder parar. En Spotify, he cambiado mi lista de reproducción de 1971 por la de 1995. Por lo que sea, después de la ducha, recordé la sonrisa juguetona de M. a la salida de una fiesta en la facultad de psicología. Sonrisas y juegos. Juventud. Lo dicho, tentaciones.
Pero es que la tierra temblaba bajo mis pies. Bajo nuestros pies, en algo parecido a una despedida en la Rambla de Catalunya, a la altura del hotel Le Meridien. Esa sensación mágica de plenitud, de "esto es ya lo que faltaba para sentirnos especiales". Veintiún años, creo. Veintiuno y ya metido en una canción de Radio Futura, en una de las mejores canciones de Radio Futura mientras T. y la Chica Langosta reían algo achispadas. En la nostalgia del futuro recordaremos otros momentos en los que la tierra tiembla, en la que el universo se mueve de izquierda a derecha y luego de derecha a izquierda otra vez. El problema será que ya no temblará de entusiasmo sino de miedo. Las noticias que nos darán serán malas y nos conmoverán como nos conmovía la alegría desbordada del alcohol y Els Quatre Gats.
Cotilleando el otro día en una de las páginas con las que colaboro, me recordaban que nadie cree ser más infeliz, que nadie encuentra menos sentido a su vida, que cuando navega por la década de los cuarenta. Todo ha sido ya y hay miedo a todo lo que será. Poco presente. Hoy, por ejemplo, mi cara en Ciclismo a Fondo, la revista que leía cuando viajaba a ver a mi padre a Santander; el colegio de mi adolescencia descrito por mí en Gigantes del Basket y un sobre acolchado con la dirección de Gianni Bugno para enviarle un libro mío. El niño come al ritmo del segundo disco de Dua Lipa y el penúltimo de Radio Futura. ¿No era esto lo que siempre habíamos querido? Piénsalo bien: ¿no era exactamente esto y no ninguna otra cosa? ¿Puede que esta infelicidad, este guisante, no sea en el fondo nada más que un exceso? Un "he llegado, vale, y ahora, ¿qué?" El mal de Drácula. Algo entre la ludopatía y, directamente, el vampirismo.
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Dua Lipa tiene un verso en una de sus canciones -puede que sea "Good in bed" y puede que no- que dice "Everyone before you was a waste of time". No, hombre no. Eso no. Eso es cebarse. Yo, que sé que he sido la pérdida de tiempo de demasiada gente, prefiero la mentalidad del "Antes", de Jorge Drexler. Me manejo mal en el romanticismo exclusivista. Lo de ahora, claro, pero también lo de antes, como un complemento. Con excepciones, por supuesto. El martes llamé a mi ex novia pero no me cogió el teléfono. Quería saber qué tal estaba porque había pasado junto a su antiguo trabajo. Me parece bien llamar a las ex novias porque para mí no fueron ninguna pérdida de tiempo, desde luego. También me parece bien que no lo cojan porque eso quiere decir que tienen cosas mejores que hacer. A la Chica Diploma también la llamó su ex y tampoco se lo cogió, pero no había nada de maldad ni de rencor en ello. En el fondo, una llamada perdida siempre ha sido más emotivo que una conversación quizá tediosa. "Llama y cuelga" como sinónimo de "me acuerdo de ti". Cuando no podíamos pagarnos ni el establecimiento de llamada.
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Como al Rey Sol le gusta la música y como a mí me gusta sentirme joven, pasamos las mañanas viendo Hit TV, que es una manera de agarrarse a la realidad algo desesperada. Dua Lipa sale todo el rato, como también sale Camila Cabello. Hay una canción que me encanta que no sé si se llama "Say so" y que es muy divertida. En realidad, no hay mucha diferencia respecto a cuando me ponía Quiero TV en 2001 de música de fondo mientras escribía relatos nostálgicos. Es básicamente la misma música y sigue el mismo concepto industrial: no hay grupos, hay solistas. Chicas y chicos guapísimos, espectaculares, como rara vez los había antes. Mucho auto-tune también, pero a quién le importa.
Sumergirse en los vídeos de Hit TV es fascinante y me encanta explicar esas historias de muchachas con picores y chicos lánguidos al Niño Bonito. "Están un poco locatis" dice, y a continuación Harry Stiles canta rodeado de modelos lo de "Watermelon". La inocencia. La carne para un niño de seis años -no digamos para uno de trece meses- es eso: carne, sin más, sin implicaciones ocultas. De algún modo, es la manera que he elegido este año de salirme de mi zona de confort y no veo qué tiene de malo. Miami y Los Ángeles, Los Ángeles y Miami. Menos Dua Lipa, de nuevo. Dua Lipa es una cosa seria y hasta cierto punto inclasificable. Aunque solo sea porque "Physical" tiene demasiado de Justice vs Simian como para que me sea ajena. Aparte, ese aire de "me da absolutamente igual todo esto", cosa que probablemente sea cierto y habla muy bien de ella.
Lo malo de la vereda es la soledad, pero con eso ya contábamos. Para ir acompañado, mucho mejor el camino, dónde va a parar. Lo bueno, por el contrario, es dejar de sentirte el tipo de la barra del bar de Billy Joel, el que dice "Billy, I believe this is killing me" as a smile runs away from your face. Dejar de canturrear a lo Gerry Rafferty aquello de "One more year and then you´ll be happy, just one more year and then you´ll be happy". Ver la tristeza de las canciones como algo ajeno, algo de gente que no dio el salto, que no cogió atajos. Es un alivio, en serio. Lo de antes era espantoso: todo ese continuo recordarte que ni siquiera lo estabas intentando, tú que no te rendías nunca.
Otra cosa es la tristeza interior, claro, esa sigue. La Chica Diploma no lo entiende. Nadie lo entiende, por otro lado. El guisante en el colchón. O el garbanzo, ya no recuerdo. Un día hablaba con mi madre sobre qué demonios quería decir exactamente esa historia y no nos poníamos de acuerdo. Puede que la princesa fuera una caprichosa sin más, puede que no estuviera en sus manos evitarlo. En la personalidad sentimental, no queda sino elegir entre imperfecciones y ser consciente de ello. Es una putada, pero qué le vamos a hacer. Así, la vereda. No, la vereda no era la solución a todo pero puede que sea mejor que el camino. La elección es esa. Yo me veo bastante guapo pero no sé si eso basta a esta edad. No sé lo que corresponde a cada momento, solo lo intuyo en la distancia.
En fin, un año para recordar. Un año con pinta de hiato. No saben las cosas que me quedan por hacer, ni se las imaginan. Y por otro lado, ser consciente de que he hecho ya todo lo que tenía pensado: ¿Qué querías, Guille? ¿Escribir libros, publicarlos, casarte con una chica preciosa, tener los hijos más bonitos del mundo, ganarte la vida con la admiración ajena, sentirte satisfecho por tu trabajo, sonreír en televisión cinco minutos a la semana, estrechar las manos de los hombres que admiraste, bajar la cabeza intimidado cuando María Rey levanta la mano para saludarte? Uno se anima al exhibicionismo y de repente hay 13.000 personas mirando.
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A mí me pasa con la Chica Langosta lo que a Paul McCartney con John Lennon. Necesito convencerme de que fui su amigo. No cualquier amigo, sino un amigo especial, distinto, alguien que de alguna manera merecería ser recordado. Necesito vencer el fatalismo y la versión oficial. Paul lo tiene fácil, le basta con encargar otro montaje a Peter Jackson y ya está. Yo lo tengo más complicado porque necesito magdalenas por todos lados y no siempre hay en stock. Lo que pasa es que a veces Xoan Tallón y un tal Didier que escribe en Dauphiné Libéré y de repente ahí está ella en Barcelona, a solas conmigo, unos pasos detrás de los demás, eufórica, hablando del sexo descubierto, del sexo en su esplendor, un sexo salvaje, disfrutado y no culpable.
Yo tenía que ser alguien, entonces. Yo necesitaría llamar a algún director de éxito y pedirle una nueva versión de todo aquello: de los abrazos en los aeropuertos, de las noches escuchando a George Michael en "La Fira", de los atardeceres en Príncipe de Vergara soñando con estanterías que fueran del techo al suelo. Entonces, quizá, me convencería de que sí, de que yo me merezco el recuerdo de la Chica Langosta. Que aquello no fue una amistad más de instituto, algo fugaz y casi forzado, acotado en su tiempo. La transcendencia. La puta transcendencia. A veces, me imagino el día siguiente a mi muerte, ese "¿qué dirán los demás de mí, habrá alguien que me recuerde?" y casi siempre pienso que no, que todo seguirá como si nada, sin adjetivos. Quizá la tripa revuelta de un niño de seis años, el tiempo que dure el olvido en arrasar con todo.
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Antes de creerme Paul McCartney, me creí Hristo Stoichkov. Era 1994 y me reconcilié con una amiga solo para que ella pudiera ser Johan Cruyff. Siempre he llevado la estética demasiado lejos. Luego llega el garbanzo, claro, o el guisante, y uno no sabe qué hacer con él. Todo, hasta ese momento, ha sido siempre taaaaan banal. O no. Simplemente lidiamos con ello de la manera que mejor sabíamos: recreándolo.
"It was the year of the Beatles, it was the year of the Stones". Sí, pero en realidad podría ser cualquier año porque lo que cuenta es la chica del verano anterior y Londres y la sensación de estar regalando los días, de que los días te sobran y puedes arrojarlos al aire y luego recogerlos como en una película de furtivos. Eso es lo importante y a eso va la canción. Podría ser el año de Bad Bunny y el año de Taylor Swift. Lo será para alguien algún día, dejémosle que crezca. Lo que cambian son los nombres, lo que se mantiene es la nostalgia y nadie, absolutamente nadie, retrata la nostalgia como Paul Simon en sus canciones.
Lo bueno, además, de Simon es que no es un "penas". Ni siquiera un moralista. No hay una "cabaña del Turmo" haciendo de magdalena de Proust en sus canciones. Simplemente, como si nada, se suelta la bomba: el tren a lo lejos, la chica que quiere descubrir América, las imágenes de una juventud que a veces parece eterna. Los propios reproches: "Maybe I think too much" sonando en mi cabeza a cada hora que el Rey Sol no duerme, agitado, el dedo en la boca y la respiración jadeante sin que sepamos muy bien por qué. Así hasta que acaba en la hamaca, como su hermano a su edad, y poco a poco va cediendo el dedo y el ceño y el bebé se relaja hasta quedarse dormido con la boca abierta, liberado de algo que, insisto, no sabemos qué es.
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En los mejores días, pienso que este podría ser el blog de Paul Simon. Un Paul Simon muy cutre, claro. Un Paul Simon de barrio de Prosperidad contando batallitas. En los peores, esto es Celtas Cortos pero sin reproches. Yo ahora querría contar una historia muy sencilla, una historia reciente, agradable, con un giro cínico y cómico y en el fondo entrañable para ganarme todas las simpatías. La típica historia que luego en Twitter merece que alguien postee: "El gran Guille Ortiz...". El gran Guille Ortiz, hay que joderse. No, no tengo la historia. La estoy buscando mientras escribo esto pero lo que sale es un llanto desconsolado, un bloqueo de pánico y una angustia en el pecho. Lo dicho, un penas, es lo que hay.
Volví a San Blas pero no reconocí nada. Eso fue lo más sorprendente de todo. No ya el bloqueo, la angustia ni el llanto, que eran de esperar. La memoria. No reconocí las aulas ni los pasillos ni un rincón en el que... No reconocí el camino al metro, la gente rara con la mascarilla colgando, las terrazas de barrio llenas. Los descampados aún esperando. No sé, no es lo habitual. Estuve ahí un mes y medio, creo, pero eso tampoco lo recuerdo del todo bien. No creo haber sido infeliz. Debió de haber sido 2008, el año de Arcade Fire y el año de Bloc Party. De los vídeos en los que todo se derrumbaba con estilo. Cuando regalaba los días yo también y me ponía guapo para el fin de semana y la chica del verano anterior aparecía por mi cumpleaños con una venda en la muñeca para disimular los cortes.
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Oh, el Niño Bonito. Si yo pudiera ayudar en algo al Niño Bonito. Si yo pudiera ver al menos los resultados de esa ayuda. El Niño Bonito. El Niño Bonito. Repetir su nombre como él repite sus "lo siento, lo siento, lo siento" o sus "te quiero, te quiero muchísimo" porque él de momento no es Paul Simon ni Cifu y si compusiera una canción, lo mismo le salía "Lithium". El Niño Bonito como ansiolítico. No ya él sino el nombre (de nuevo la nostalgia, ¿ven?). La continuidad del nombre como hilo de todos sus recuerdos, de su contacto, de abrazarnos con todas nuestras fuerzas. No hay nada más bonito que ver al Niño Bonito jugar y ser feliz. Nada. No me van a convencer. No hay nada más bonito que el Niño Bonito eufórico ni nada más triste que el Niño Bonito cuando los ojos se le empiezan a llenar de lágrimas y tú entiendes que él no entiende por qué. El Niño Bonito. Así podría pasarme hasta las tres de la tarde y quizá, en ese caso, encontraría el valor para salir ahí fuera y enfrentarme al mundo.
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El camino, por supuesto, eso lo entiendo perfectamente. ¿Pero qué hay de la felicidad absoluta, de la liberación de la vereda? No siempre, claro, pero a veces. La vereda. Sí, quizá esta vez, la vereda.