Hasta siempre
2 Jul 2017 2:02 PM (7 years ago)
Este es el final de un camino. Lo comenzamos el 23 de abril de 2006. Durante estos once años no hemos dejado de acudir a nuestra cita con los lectores. Al principio, a diario. Desde el último año, con una frecuencia trisemanal. La Tormenta en un vaso nació con la vocación de ser cuaderno de bitácora para lectores y nos consta que lo hemos conseguido. Sois muchos, a lo largo de este tiempo, quienes nos habéis dicho que nos teníais por una página de referencia a la hora de buscar nuevas lecturas. Por eso echar el cierre ha sido –es– una decisión sumamente difícil. En estas palabras de despedida, lo que más sentimos es agradecimiento. Hacia vosotros, los lectores para los que nació este proyecto cuando aún era una “rara avis” en la red. De todo corazón: muchas gracias por estar ahí, por haber estado.
Aunque si esta página ha sido posible es gracias al mucho trabajo, siempre desinteresado, de sus colaboradores. Nunca nos cansaremos de decir que hemos sido privilegiados de contar con vosotros, de aprender de vosotros, de emocionarnos con vuestras palabras. Os queremos agradecer tantas lecturas, tantas reseñas, tanta pasión. Sin vosotros la Tormenta nunca se hubiera desencadenado. O, para citar a Ray Bradbury: “La tormenta érais vosotros”.
No queremos terminar sin agradecer también a las editoriales su colaboración. Desde el primer momento, cuando el proyecto apenas echaba a andar, hemos contado con vuestra complicidad. Ojalá hayamos sabido devolveros esa fe y esa ayuda.
La Tormenta en un Vaso termina aquí. Las cosas comienzan y terminan sin que nada ocurra. Acaso lo único que deseamos es que sigáis visitando esta página, donde las recomendaciones y los buenos recomendadores continuarán presentes, y tal vez que nos echéis un poco, sólo un poco de menos.
Ha sido un privilegio formar parte de vuestra vida.
Hasta siempre.

Trad. Antonio Sáez Delgado
Literatura Random House, Barcelona, 2017. 160 pp. 17,90 €
José Miguel López-Astilleros
Si dijéramos que la trama de la presente novela tiene como núcleo las apariciones marianas de 1917 en Portugal y sus protagonistas, especialmente la niña Lucía, no incurriríamos en ninguna inexactitud; sin embargo, para quienes conozcan la obra de Peixoto (Galveias, 1974), no hará falta añadir que en este libro hay mucho más que la narración de estos hechos. Es posible que para algunos los prejuicios de este planteamiento inicial los disuada de acercarse al libro, lo cual les privará de bucear en aspectos tan humanos como ancestrales de nuestra especie. Hay que especificar que esta obra no va dirigida en exclusiva a los creyentes católicos, sino a cualquier lector sensible y amante de la buena literatura. En ella el autor no toma partido sobre la veracidad o no de tales apariciones. Por el contrario, deja tal decisión al lector, puesto que en ella intervienen cuestiones muy personales e íntimas, cuando no juicios preestablecidos sobre tal o cual posición, a menudo absurdamente irreconciliables. De modo que si tomara partido podría alterar tal dimensión. Tanto es así que no hay en toda la obra descripción alguna de las apariciones acaecidas supuestamente desde mayo a octubre. En defensa de tal postura hay que señalar que la propia madre de Lucía no la creyó hasta su muerte, lo cual provocó una honda frustración en la niña. No obstante, aunque ante todo es una obra de ficción, la documentación ha sido exhaustiva. Lo que sí habría que advertir, según el autor, es que esta historia se conoce de una manera muy simplificada y superficial, lo cual implica un conocimiento distorsionado de la misma.
Para Peixoto la aparición mariana de Fátima ha constituido un insoslayable evento identitario del Portugal de hoy, en sus tres vertientes, histórica, cultural y espiritual, ante cuya aceptación o no se alinean los portugueses. Por otra parte, su enorme popularidad es un hecho innegable —recordemos la enorme cantidad de personas que se acercan hasta aquellas tierra para rendir culto a la Virgen—. Aun así, bajo este ropaje trata temas como la cohesión de la familia, recurrente en toda su obra. O la reflexión sobre las distintas formas de maternidad y relaciones con la madre. Si en el delicioso y emotivo librito Te me moriste —reeditado recientemente por Minúscula y publicado cuando contaba veintisiete años— el centro es la relación con el padre, en este va a ser con la madre. Dicha figura aparecerá caracterizada de tres modos: la madre idealizada, casi perfecta, no humana, que surge del mundo bíblico, por eso esta imagen nos la suministran los textos en forma de versículos sapienciales en la voz de Dios. En segundo lugar, la madre de Lucía, más humana, presenta una relación difícil con el personaje de su hija. Y por último, la madre del narrador-escritor, que interrumpe el texto traspasando dimensiones, representa el verbo de la conciencia, esa que, como apunta Peixoto «…queda en la cabeza de los hijos, que no es real, pero que es importante para ellos.»
De lo anterior es fácil inferir que hay tres voces en la novela. Aquella que narra los hechos desde el punto de vista de Lucía, combina la tercera persona con la primera de la niña, cuando en ocasiones esta se dirige a la naturaleza en una especie de panteísmo infantil. Y a veces con diálogos en estilo directo incorporados a la narración sin guion, pero bien identificados, o la presencia de retazos de oraciones diseminadas a lo largo de la obra. Otra voz es la del Dios bíblico, que viene dada en forma de versículos sapienciales, como decíamos, con tipografía bíblica perfectamente diferenciada. La otra voz corresponde a la de la madre del escritor, que irrumpe en párrafos entre paréntesis, reconviniendo al hijo, recriminándole su comportamiento —«Cuando eras pequeño yo te guardaba la mejor parte de todo. Si alguien se atrevía a codiciar las cosas del niño, me volvía una fiera. Me gustaría saber por qué ahora no me llamas nunca para compartir las partes buenas. Pero, si pasa algo malo, es verdad que vienes corriendo a quejarte.» (pág, 51). La presencia de lo autobiográfico, principalmente la infancia, es considerable en la obra de este autor, sobre todo en los últimos libros y cómo no en este.
Argumenta que esta perspectiva o elemento le suministra la ilusión de estar escribiendo sobre algo nuevo que solo él conoce, y que dota a la narración de una energía muy particular, creando un vínculo muy singular con el lector —un ejemplo especial de esto es el libro que lleva por título Galveias, su pueblo natal, editada aquí en 2016—.
Suele ser una característica esencial en casi en toda la producción de Peixoto la presencia de lo misterioso, fantástico, sobrenatural, y en esta que nos ocupa lo sagrado y milagroso. No evita tratar la trascendencia, así en Jornal de Letras declara que debemos aceptar lo trascendente como una dimensión de lo real —y así mismo, añadimos nosotros, la ficción también es otra dimensión de lo real—. Pero más adelante insiste en que el reciente ateísmo urbano no se cuestiona, ni se discute, hecho que es un error, puesto que, continua arguyendo, el autocuestionamiento es una de las grandes cualidades de la cultura europea, de ninguna manera es un enemigo de la fe, y que por el contrario revela una búsqueda y una voluntad de saber, un inconformismo frente a la realidad, —y añadimos en auxilio de esta argumentación que desde el punto de vista teológico, la fe también se fundamente en la duda—, siendo así que la teología es algo que subyace en la confección de la obra. De ahí que el lector pueda sacar sus conclusiones sobre el origen del la fe, la fe que nace de las almas sencillas, que no simples, precedentes de entornos humildes, rurales y pobres, una creencia que se remonta al origen de los tiempos fundacionales en la formación cultural, intelectual y religiosa del ser humano, donde lo sagrado y el misterio tenían un lugar privilegiado, que ahora en el mundo contemporáneo se le niega y se sustituye por la ciencia, adquiriendo esta última tintes muy parecidos a los de aquella.
En este libro hay una especial dedicación al tratamiento de la condición femenina, con especial atención a la maternidad, desde diferentes ángulos, psicológico e íntimo, social y familiar. Esta condición está expresada con absoluta delicadeza, sin escamotear la dureza de algunos planteamientos, como ocurre en la página 26, cuando la madre del narrador adopta cierto tono reivindicativo y amargo «Todo el mundo tiene derecho a descansar, menos las madres. Para cada tarea, profesión o encargo hay derecho a un receso, menos para las madres. Si una madre demuestra la más mínima fatiga de ser madre, llegará enseguida algún animal, sin tener ni idea de limpiar babas y parir, dispuesto a ponerla en tela de juicio. No es madre, no sabe ser madre, no está hecha para ser madre, dirá. Pero, si todo el mundo tienen derecho a descansar, ¿las madres no? La culpa es nuestra. Sí, la culpa es de las madres. Hemos dejado que sean los hijos quienes nos definan.» Con estas palabras se somete a crítica el papel ancestral de la mujer dedicada a criar a los hijos y organizar el hogar. Además de estar más abierta a la captación de los fenómenos religiosos, en contraposición al hombre, cuya presencia no abunda en la trama. Otros asuntos importantes sobre los que trata esta magnífica novela es la reflexión sobre la lengua y el proceso creativo, sobre la omnisciencia, en la que se parecen Dios y el escritor.
El estilo de José Luís Peixoto corresponde al de un extraordinario poeta que escribe como un gran narrador. Su faceta como poeta queda patente en el lirismo y la plasticidad de la expresión. Por esto ha llegado a decir que la poesía es la infancia de su escritura, de donde nace ese intenso tono poético, que bebe de poetas como Pessoa y Camoens. Pero no solo, puesto que la literatura oral tiene en su narrativa una influencia decisiva que nace de sus orígenes rurales, infancia y adolescencia. Entre las influencias más importantes que recibe está la de Saramago, con quien tuvo una excelente relación personal a raíz de recibir el premio que llevaba su nombre con Nadie nos mira, circunstancia que le permitió felizmente abandonar la docencia y dedicarse por entero a la escritura. Otras escritores decisivos en su formación son Lobo Antunes y Miguel Torga, con quien le une, a este último, el amor por lo rural, aunque desde ópticas diferentes. Toda su obra se enmarca en la superación del neorrealismo precedente de los años 50 y 60, debido a que el clima histórico de su generación, la generación del 25 de abril, nacidos en torno a 1974, ya en democracia, es muy diferente al de aquellos escritores, sin que por ello quiera decir que no mantenga un diálogo constante y fructífero con los mismos, al igual que con otros. Como contrapunto a Peixoto podríamos citar dentro de su misma generación a otro de los grandes escritores europeos del momento, J. M. Tavares, cuya obra encarna una visión más internacionalista totalmente distinta a la suya, aunque haya muchos puntos en los que coinciden.
Podríamos concluir diciendo que
José Luís Peixoto es un escritor que merece la pena leer y seguir, sin que nos quepa la menor duda de estar leyendo a alguien que va a quedar en la historia de la literatura en primera línea, por su estilo poético y tratamiento gozosamente profundo y original de los temas que aborda. Una absoluta felicidad su lectura, aunque suene manido, pero así es. Aparte de esta obra y de las ya mencionadas, no hay que perderse también
Una casa en la oscuridad,
Cementerio de pianos o
Libro, entre las traducidas al español, o
Cal, aún en portugués, que contiene cuentos, una pieza de teatro y poemas sobre la vejez.

Polibea, Madrid, 2017. 74 pp. 10 €
Ariadna G. García
¿Cómo evocar el desasosiego, la angustia que te provoca tu país de origen? ¿Cómo hacer que el lector perciba la violencia que tú sientes al hablar de tu tierra y tus compatriotas? El poeta mexicano Jorge Posada (1980) recurre a varios recursos en su último poemario, Depresión tropical, que se acaba de publicar en España: omisión de los signos de puntuación, fragmentación del texto, yuxtaposición de imágenes –a menudo violentas:
«los soldados detienen a una familia de migrantes/ejecutan a los niños»–, elipsis, ironía, un léxico escatológico (“heces”, “babas”, “bilis”) o metáforas animalizadoras de sema negativo. Los temas que aborda el autor van del recuerdo de la –dura– infancia y las penalidades familiares, a la desafección de la ciudadanía respecto a los indigentes que malviven en México DF, pasando por el vaticinio del colapso energético y el fin de nuestra civilización, la violencia machista o el amargo –e irónico– contraste entre el Jorge Posada que jugaba al béisbol con los Yankees de Nueva York (un triunfador nato) y el sujeto lírico de los textos, de nombre homónimo: despistado, cobarde, poco cuidadoso, torpe y hasta maloliente. En apenas un lustro, el autor mexicano se ha hecho un merecido hueco tanto en el panorama poético americano como en el español, prueba son los lugares de edición de sus poemarios: Costa sin mar, UAM, México, 2012; Adiós a Croacia, Zindo&Gafuri, Argentina, 2012; La belleza son los aeropuertos vacíos, Liliputienses, España, 2013; Canciones de la dependencia sexual, Bongo Books, Cuba, 2014; Vallas de publicidad, El humo, México, 2015; Desglace, Aguadulce, Puerto Rico, 2016; Habitar un país es llenar de tierra una piscina, Liliputienses, España, 2016; y Depresión tropical, Polibea, España, 2017. No es esta mala ocasión para reconocer el ingente trabajo que realizan las dos editoriales españolas citadas en su afán por difundir a los poetas de ultramar.

Hiperión, Madrid, 2017. 67 pp. 10 €
Ariadna G. García
Todo el mundo conoce al Jesús Munárriz (1940) editor y traductor. Hay un consenso unánime entre lectores y especialistas para reconocer la extraordinaria tarea, en pos de la difusión de la poesía española y extranjera, de Ediciones Hiperión. El catálogo del sello es espectacular, desde aquella primera traducción del Hiperión de Hölderlin, a cargo del propio Munárriz. El premio de la casa es, quizás –con permiso de Adonáis–, el más importante de cuantos se convocan anualmente para descubrir a los nuevos talentos de nuestra lírica. Por todo ello, la editorial que fundaran Jesús Munárriz y Maite Merodio allá por 1975 recibió en 2004 el Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural. Más de mil títulos lo avalan. Pero resulta que Munárriz, además de lo expuesto, es uno de los poetas destacados de su promoción. De hecho, en 1994 ya aparecía su nombre en el libro de Anaya de COU (preparado por Vicente Tusón y Fernando Lázaro) bajo el membrete “Poesía desde 1970”. Por aquel entonces, sólo había publicado seis libros de poemas. Y no obstante, ya tenía su hueco dentro del canon. Poeta tardío, daría a la imprenta su primera obra, Viajes y estancias. De aquel amor me quedan estos versos, con treinta y cinco años. Con un par de libros publicados en la treintena, otro par en la cuarentena, y un trío en la década siguiente, su eclosión creativa tendría lugar cumplidos los sesenta, editando nada menos que once poemarios entre el 2000 y el 2009. A sus setenta años, el poeta vasco no sólo sigue en activo (entregando tres nuevas colecciones), sino que está demostrando una altura de miras y un compromiso político (ciudadano) que ya lo quisieran los autores bisoños. Los poetas somos buzos preparados para sumergirnos a distintas profundidades, por eso no es de extrañar que la obra de Jesús Munárriz concilie el tono amoroso con el satírico o el social. Cada tema cuenta, todos son necesarios. Su última entrega, Los ritmos rojos del siglo en que nací. Un cuento triste, no podría ser más actual. Y no me refiero a que su fecha de publicación coincida con el primer centenario de la Revolución Rusa. Me refiero a que las dudas que plantea el libro son oportunas hoy, en un momento histórico en que el socialismo europeo ha perdido su norte, y los nuevos partidos de izquierdas (integrados por facciones filocomunistas: Unidos Podemos, Syriza o el Partido de Izquierda en Francia) no terminan de convencer ni de encontrar su espacio. El libro nos presenta a un sujeto lírico preocupado por el futuro del mundo, una voz curtida que conoce la Historia y teme que pueda repetirse en el futuro. Este temor, por supuesto, no es explícito. Munárriz conoce su oficio. Se ha entrenado con los mejores púgiles del verso. Deja que sea el lector quien establezca las conexiones adecuadas entre el cuento que nos relata y el porvenir hacia el que avanzamos, si no viramos el rumbo –que no parece–. Cuando ves que tus desvelos y luchas de juventud por conseguir una democracia pueden caer en saco roto dos generaciones más tarde, no queda otro remedio que quejarse, que tratar de abrir los ojos a quienes no perciben el peligro por ningún lado: «deseo que no ocurra/lo que puede ocurrir y a todos amenaza». Y de eso va el libro. Munárriz, a sus setenta y tres años, nos cuenta un cuento. Conocedor de la obra de León Felipe y de Victoriano Crémer, su relato no pretende disfrazar las taras del mundo ni edulcorarnos la vida. Al contrario, nos muestra nuestra historia más letal: la lucha de clases que asoló al siglo XX, el auge de los totalitarismos, la II Guerra Mundial, la guerra fría. Valiéndose de recursos sencillos (dicotomías cargadas de connotaciones semánticas: “explotadores”-“proletariado”/ “paraíso”-“apocalipsis”; símbolos: “relámpago”, “trueno” que connotan la fuerza de la revolución rusa; enumeraciones: “fascismo, salazarismo, franquismo”; paralelismos: “se animaron los pobres, se asustaron los ricos”), Munárriz sintetiza en 700 versos la historia del fracaso de una humanidad que “vislumbró el paraíso/pero no fue capaz de conservarlo”. Entre las posibles causas: la ambición y el egoísmo. No obstante lo comentado, Los ritmos rojos del siglo en que nací. Un cuento triste, es algo más que un resumen por motivo del centenario de la revolución de los humildes por cambiar un sistema opresor. El último tramo del libro nos recuerda que «siguen gozando los provilegiados,/ siguen sufriendo los desposeídos». La globalización (el trabajo barato, la deslocalización, el mercado internacional, el ecocidio –Jorge Riechmann dixit–) acentúa esta brecha social más aun si cabe. El riesgo de que nuevas revoluciones sean sofocadas con violencia existe. Pero no todo está perdido. Estos tiempos, «pueden ser un final,/pueden ser un principio». Depende de nosotros. De nuestras decisiones colectivas. De lo que prioricemos (¿el consumo o el reparto?, ¿el individualismo o la solidaridad? ¿lo privado o lo público?). Jesús Munárriz se suma a las voces –imprescindibles– que llaman al cambio y alertan de las amenazas que nos acechan (Jorge Riechmann, Emilio Bueso, Ismael M. Biurrun, Antonio Turiel, Jorge Posada, Roberto de Paz o una que les escribe desde las páginas de su rompehielos). «Sigue rodando el mundo, y los humanos/siguen sin aprender a disfrutarlo/en paz». Y, tú, lector, que dices. ¿lo lograremos?

Gigamesh, Barcelona, 2017. 278 pp. Edición Oro: 42 €; Plata: 32 €
Ariadna G. García
«Soy un explorador, un descubridor. Sólo me interesa cómo se puede llegar más lejos». Este que habla es uno de los personajes de la última novela de
Emilio Bueso. A renglón seguido, rechaza el camino de retorno al hogar, mero trámite fácil y aburrido. A él le gusta el riesgo. «Es territorio desconocido prosigue más adelante, pero se puede recorrer». Esta actitud ante el trabajo la comparten criatura y creador. Un explorador acreditado y célebre. Un ingeniero de sistemas que de un tiempo a esta parte se ha convertido en el escritor más original que tenemos aquí. Hace ya seis años que preparé la reseña del magnífico
Diástole (Salto de Página, 2011), a la que siguió la de una novela de culto:
Cenital (Salto de Página, 2012), y después las de
Esta noche arderá el cielo (Salto de Página, 2013) y
Extraños eones (Valdemar, 2014). Ya desde el principio barruntaba que el novelista castellonés seduciría a los lectores gracias a su imaginación y a la fuerza de su estilo, hiptónico, a base de tropos. Y
Alejo Cuervo, como antes
Pablo Mazo, ha sucumbido a su talento. A lo grande. Edición especial, gamas Oro y Plata, para coleccionistas. Hasta
El País de las Tentaciones le ha dedicado un monográfico. El chico lo merece.
Emilio Bueso lleva una década (desde que en 2007 publicase
Noche cerrada, en Verbigracia) aportando novedades a nuestra narrativa, huyendo de la zona de confort donde se repiten otros, indagando y buscando nuevos caminos por los que transitar. Su última novela forma parte de una trilogía: Los ojos bizcos del sol. Se trata de su proyecto más ambicioso. En él,
Bueso ha creado un mundo. Casi nada. Si en sus obras anteriores nos mandaba de visita a bosques boreales en la taiga canadiense, a puertos pirenaicos, a ecoaldeas aisladas de la civilización o al desierto cairota, ahora nos conduce a un planetoide cuyo eje no rota. El escenario que nos pinta vuelve a ser inhabitable, inabarcable –marcas de la casa–, pero en esta ocasión se lo ha sacado de la manga. El planetoide, que no rota, está acoplado a su estrella en órbita de marea. Como resultado, presenta tres ubicaciones: la cara abrasada por el astro (El Desierto del Mediodía), la cara oculta (el Abismo del Mundo) y el único espacio que alberga vida: la frontera, el Círculo Transcrepuscular, donde comienza la historia. La aventura. Todo empieza con un robo en una ciudad estado. A la zaga de los ladrones, emprenden un viaje al Polo Negro y los confines del mundo conocido el Alguacil, la Regidora y el Astrólogo. Van buscando un cristal a lomos de sus monturas: una libélula, una avispa y un tábano. Pero el libro es mucho más. Narrada en primera persona por el primer personaje –un monje guerrero criado en un templo milenario, hierático y prudente–, la narración –necesariamente contenida, alejada del lirismo característico del autor– nos descubre formas de vida insólitas y parajes sobrecogedores. Y eso que estamos en el Ecuador, camino del “infierno helado”.
Bueso nos habla de criaturas ensambladas por simbiosis, de hombres y mujeres –anfitriones– que albergan toda clase de huéspedes (babosas de combate que marcan en el hombro de los soldados amenazas, peligros y estrategias a seguir, cuando no suministran drogas para mejorar el rendimiento en la lucha; caracoles telépatas que manipulan a su transporte humano; apéndices no encefálicos diestros en el manejo de las armas y en el pilotaje de insectos…). También de accidentes geográficos imposibles: criovolcanes que expulsan hielo, torrenteras de deshielo gigantescas, montañas de hierro. Animales antiguos controlados simbióticamente: orugas de arrastre, serpientes de monta, ácaros taladradores, biostelescopios. Y toda suerte de asentamientos humanos: ciudades estado con ordenación municipal, levantadas en círculos concéntricos, con vida subterránea y espacio aéreo protegido por arqueros; refugios de tormenta donde se protegen del hielo los bandidos y parias; campamentos de pueblos mineros o templos de adiestramiento en el arte marcial. En este mundo convergen las vidas de varios personajes (a los mencionados se suman el Explorador, el “trapo”, un salteador y una minera nativa), que acaban conformando una variopinta colección de “descastados”, gentes sin ciudadanía o a punto de perderla, de proscritos de nacimiento o por coyunturas, de humanos y de seres bien distintos que habrán de colaborar para sobrevivir. Cada uno representa una manera diferente de ser y de estar en el mundo: animistas, bandidos, brujos, samuráis, cartógrafos, obreras de la mina. No faltan en la novela la acción, la aventura y el humor. Futurista y épica, de estilo magro (escasa retórica)
Transcrepuscular ha puesto en marcha todo un planetoide para nosotros. Y nos ha dejado con ganas de más. Quienes aún no hayan llamado a montura para cabalgar a lomos de este libro ya están tardando. Acaba de salir en e-book, pero la edición en papel se agota.

Trad. Enrique Toomey. Ilust. Damián Ortega.
Sexto piso ilustrado, Madrid, 2016, 248 pp. 24,90 €
Eduardo Fariña
En el capítulo "Blanco y azul", el séptimo de la segunda temporada de la serie Breaking Bad, tenemos una escena de antología. El policía de la DEA y cuñado de Walter White, Hank Schrader, se traslada desde Albuquerque hasta Texas, para dar lucha en la primera línea de batalla contra los carteles del narcotráfico. Schrader, racista y prepotente, observa atónito que uno de sus compañeros tiene en su mesa un enorme busto del célebre Santo de los narcos, Jesús Malverde. Schrader pregunta de forma poco cortés el motivo de tener semejante figura del bandido cerca. El compañero le cita el apartado XXXI del tercer capítulo de El arte de la guerra: «Conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo: en cien batallas nunca estarás en peligro» (p. 60). De forma simultánea, le regala otra figura de Malverde, mucho más pequeña.
Es solo uno de los innumerables ejemplos de la influencia del clásico libro de Sun Tzu en la cultura contemporánea. Hablar de esta obra, escrita en el siglo IV antes de Cristo, es hablar de un libro con un enorme impacto, que trasciende el contexto histórico en el cuál fue escrito. En la actualidad, este célebre tratado se lee de forma obsesiva en el mundo empresarial y emprendedor, pero lo cierto es que El arte de la guerra es una obra filosófica que trasciende esos horizontes, ya que alberga múltiples enseñanzas a quienes deseen sobreponerse a momentos de adversidad. O sencillamente aprender de las situaciones más dispares y antagónicas. En un mercado editorial plagado de libros de autoayuda y de superación, leer una obra de tan hondo calado conceptual y didáctico como El arte de la guerra es una elección bastante más acertada.
En esta edición, encontramos ilustraciones del artista mexicano Damián Ortega (México, 1967) quien proviene de la rica tradición de los muralistas y de la caricatura política mexicana. Ganador de importantes premios como el Hamburguer Banhof (Alemania, 2006) y el Smithsonian Artist Research Fellowship. (Estados Unidos, 2007). En el prólogo, Ortega admite lo que significó en su ars poética la lectura del libro «me permitió entender el espacio físico no como un simple terreno, sino como un espacio marcado por la circulación, los flujos de energía, los intercambios civiles en materia e información» (p. 12). Elementos como el ladrillo y la arcilla están presentes en las maquetas que aparecen en las fotografías. Sin duda es una propuesta de lectura que interesará al lector por las sugerencias que se hacen de los constantes cambios de la materia y de las estrategias que describe Sun Tzu. El artista declara que no ha hecho un libro ilustrado ya que lo que hizo finalmente fue «trabajar en una lectura subjetiva paralela al texto, generando vínculos entre los trastornos naturales y geológicos, y las ideas y los tipos de batalla que el autor describe y que el mismo relaciona en un ejercicio de contemplación de la naturaleza» (p. 12).
El arte de la guerra fue un libro leído con mucho interés por los estrategas de diferentes civilizaciones en épocas distintas. Al plantear la guerra como algo relacionado a las interacciones entre seres humanos, la lectura no literal del tratado nos hace entender que tiene un valor añadido. Se adelanta a la idea de Julio César de divide et vinces en el apartado XXV del primer capítulo: «cuando esté unido, divídelo» (p.29) y brinda las cinco cualidades que debe tener un general en los últimos apartados del capítulo VIII (pp. 136-138) cualidades que debería tener todo ser humano si se encuentra en un contexto social complejo. Si en muchas ocasiones, la misma vida es una especie de guerra que se libra día a día, pues es indudable saber encontrar el mejor momento para evitar o librar una discusión, tomar decisiones económicas o incluso exponer de forma clara tesis políticas de manera empática. En sus páginas, tenemos consejos de saber tener paciencia para decidir, o encontrar el momento exacto de actuación.
El arte de la guerra de Sun Tzu es un clásico de la literatura universal y leerlo en una edición tan cuidada, junto con el trabajo de uno de los artistas latinoamericanos más destacados de la actualidad, es un doble privilegio. Por supuesto, todo buen lector de esta obra comprenderá que la mejor manera de “ganar una guerra” es simplemente no causarla. Y saber ver bien la oportunidad en la desventaja.

Los libros de la Catarata, Madrid, 2017. 272 pp. 18 €
Ariadna G. García
Titulaba Jorge Riechmann a uno de sus ensayos anteriores El siglo de la Gran Prueba (Baile del Sol, 2014), aludiendo al reto al que nos enfrentamos los seres humanos en esta centuria: la supervivencia de la especie y del tercer astro del sistema solar. En esta y otras obras, el célebre profesor de Estética Moral de la UAM alerta a sus conciudadanos del colapso civilizatorio al que nos encaminamos si no cambiamos de modelo económico, político, energético y social. Su último trabajo, En defensa de los animales, insiste en esa llamada de atención hacia nuestra responsabilidad individual y colectiva para afrontar con éxito esa prueba de la que dependemos tanto nosotros como todos los seres que pueblan el mundo. No obstante, lo hace de manera diferente. En esta ocasión, Riechmann ha elaborado una antología de textos del siglo III a C. hasta la actualidad que recogen aquellos valores que defiende: respeto, compasión, convivencia, acompañamiento, empatía, admiración y amor. Realizando un recorrido por la historia de nuestra relación con los reinos vegetal y animal (y de paso, por la historia del reconocimiento de nuestros derechos humanos), el poeta compila –hermosos y/o críticos– fragmentos que nos ilustran sobre cómo debemos actuar a día de hoy si queremos salvarnos. No faltan citas de la Biblia, Plutarco, El Corán, Montaige, Hume, Rousseau, Kant, Bentham, Salt, Schopenhauer, Thoreau, Singer, Zaniewski, Savater o Yourcenar, entre otras muchas obras y pensadores que recoge el volumen. Riechmann apela a que los humanos emprendamos políticas de la amistad, cuyo fin sea mantener y promover la vida. Ante el colapso eco-social que se nos viene encima, propone una “eco-sofía” (Bateson) que garantice la protección de la biosfera, de la que formamos parte como animales que somos. «Dominar no la naturaleza, sino la relación entre naturaleza y humanidad. Dominar nuestro dominio», es el emblema de la obra. El día que aprendamos a poner coto a nuestras ambiciones, que colaboremos en beneficio de todas las especies de la Tierra, ese –utópico– día en que despertemos del sueño de la infinitud de los recursos naturales, del crecimiento exponencial, ese día –quizás– superemos la prueba que nos examina de nuestra supuesta inteligencia. Veremos.

Páginas de Espuma, Madrid, 2017. 210 pp. 17 €
Eduardo Cruz Acillona
Javier Sáez de Ibarra es profesor de instituto. Esta afirmación debería ser motivo suficiente como para cubrir al autor del libro reseñado de una pátina, como mínimo, de heroicidad cotidiana. Lejos de ahondar en el herido ombligo de su gremio, sus relatos componen una exposición de retratos desgraciadamente cotidianos todavía hoy, cuando nuestras preclaras mentes dirigentes tratan de convencernos de que todo lo malo ha pasado, de que la crisis fue una moda impuesta por los telediarios y de que todos volvemos a vivir en ese inmenso Coney Island de la mente, que diría Ferlinguetti.
Estructurado el libro en tres partes, en la primera de ellas se nos cuenta una sucesión de historias en las que es difícil no sentirse mínimamente identificado. Todos conocemos a compañeros, amigos, miembros de la familia que se han visto trastornados por la sorpresiva irrupción en sus vidas de la crisis económica, algo que alguien veía antes en los telediarios con la lejanía aséptica que provoca la pantalla del televisor.
Sáez de Ibarra se implica, se mete de lleno en el sufrimiento de los personajes de unas historias tan mundanas como reconocibles. A través de ellas reivindica la solidaridad, el cariño… A través de ellas mueve conciencias… A través de ellas comparte el espejo de pocos con muchos…
No es Fantasía lumpen un libro de cuentos al uso. Dividido en tres partes, como ya apuntábamos, pasa de la narración de hechos cotidianos enmarcados en la crisis económica (“Fantasías”) a terminar en una especie de literaria declaración de principios (“Cuento capitalismo”) que viene a resultar como una falsa pero certera poética de lo leído. Es digno de destacar el esfuerzo narrativo del autor, jugando con formas y estilos variados que, lejos de despistar, refuerzan el escaparate de la propuesta. Cuentos que utilizan el tamaño de letra para diferenciar lo hablado de lo pensado, cuentos que utilizan las notas al final del texto para enriquecer lo narrado, cuentos que reproducen conversaciones como si contaran con las limitaciones de los ciento cuarenta caracteres del Twitter…
Los aficionados al cuento, los que celebraron aquel ya tan lejano primer premio Ribera del Duero, están de enhorabuena. Estas Fantasías lumpen les harán disfrutar, les harán pensar y, sobre todo, les harán plantearse hacer una huelga si el autor decide no publicar ya más cuentos.
Javier Sáez de Ibarra: «Si esperamos a que se hunda el capitalismo para tomarnos una cerveza, seguro que se nos calienta»
Es difícil que te caiga mal alguien con quien, minuto y medio después de conocerlo, ya estás hablando de puros y patxaranes. Es lo que tiene que el autor y un servidor sean medio paisanos de una tierra que comienza la celebración de sus fiestas mayores con un muñeco que se convierte en humano. “Como Pinocho”, exclama Encarni, editora de Páginas de Espuma junto con Juan Casamayor. No es lo mismo, pero la comparación sirve para que la entrevista se demore más tiempo de lo previsto, a pesar de la insolente puntualidad de los trenes que regresan a Madrid desde Sevilla.
—Colegas de piso, parejas, padres e hijos, amigos… Todos en situaciones de precariedad laboral, de fracaso. Y en todos los cuentos sobrevuela la honestidad, el cariño, la solidaridad. Por su parte, el autor también imprime a cada una de las historias del libro una cuidada dosis de humor. ¿Son el amor y el humor los salvavidas a los que aferrarnos en esos tiempos convulsos que provoca la crisis?

—Como mínimo, en un ochenta por ciento, sí. El amor nos salva siempre. Hace falta la lucha social para la mejora de esas condiciones, claro, porque si tienes un contrato precario o un sueldo con el que ni siquiera puedes vivir, al final el amor se resiente y el humor se convierte en mal humor. Por eso digo que no nos salva del todo. No me convence la idea del nido de amor como refugio de ese mundo horrible, no. Pero tampoco somos Superman y no creo que uno pueda estar luchando permanentemente. Incluso diría más: creo que el amor forma parte de la lucha.
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Valdemar, Madrid, 2017. 256 pp. 13,20 €
Ariadna G. García
A un libro le pedimos muchas cosas: que nos entretenga, que nos haga pensar, que nos enfrente a nuestros miedos, que nos sacuda, que nos deleite por su estética, que nos acompañe, que nos alerte, que nos consuele, que nos rete. La última novela de narrador valenciano Guillem López (1975), Arañas de Marte (Valdemar), cumple dichos requisitos. Casi nada. El argumento es este: coincidiendo con el primer aniversario de la muerte de Joan, su hijo, Hanne sufre una crisis nerviosa a la que nosotros, los lectores, asistimos en tiempo real. La novela transcurre dentro de su mente. Un cerebro alterado por la tragedia. A partir de ese instante, del modo que la protagonista pierde pie sobre el concepto certeza, nosotros también. Su depresión la lleva a confundir recuerdos e invenciones, a dar por real la fantasía, a presagiar el pasado, a construir diferentes versiones de los hechos vividos por ella, el niño y Arnau, su esposo. López, en el fondo, dialoga con su libro con la amplia tradición literaria/cinematográfica que aborda el asunto del contraste entre la apariencia y la realidad (desde Calderón de la Barca, pasando por Unamuno, Philip K. Dick o las hermanas Wachowski). Por otro lado, el narrador se dirige al lector explícito, a lo largo de la obra, para compartir con él sus comentarios sobre varias parejas de binomios: cordura-enfermedad, realidad-ficción, seguridad-incertidumbre. Algunos son muy buenos: «Quizás un lunes por la mañana la realidad se trace con tiralíneas: despertador, café, ascensor, atasco, trabajo… y así siempre, cada día. Aunque en otra parte –porque siempre ocurre en otra parte–, la vida da un traspiés y todo se va a la mierda. Entonces, descubrimos que no somos más que un equilibrista chino que gira platos sobre varas y corre de una parte a otra del escenario. Si cae uno, caen todos» (p. 46). Arañas de Marte, es una gran novela para recordarnos que hay un peligro –invisible, aleatorio– que siempre nos acecha: la enfermedad mental. ¿Qué puede horrorizarnos más que asistir a la pérdida de identidad de un ser querido, que saber que toda nuestra vida compartida ha dejado de tener un espejo donde mirarse? No reconocerte en lo que quedas, o peor, ser consciente de que has dejado de ser quien fuiste, es la mayor historia de terror que uno pueda imaginarse. Guillem López ha escrito un libro muy bueno, laberíntico, contradictorio, lleno de vueltas de tuerca. Altamente recomendable.

Isla del Náufrago. Segovia, 2017. 326 pp. 19 €
Ignacio Sanz
Este libro que ahora reseño se ha escrito muchas veces, pero como toda historia de amor llega a nosotros renovado y único porque habla de un ser irrepetible. Hace tres años, en primavera, leí en Jaén una variante de este. Aquel se titulaba La que no tiene nombre, su autora era la escritora colombiana Pilar Bonet y el homenajeado era un hijo desaparecido en Nueva York. Pero diría más, de la misma estirpe que este libro podría catalogarse El río, de Ana María Matute, que describe un pueblo con sus idas y venidas, con sus montes y sus ríos, con sus juegos, sus paisajes y sus personajes. Y todo lo escribe Ana María Matute para que el pueblo riojano de sus ancestros, en el que ha pasado los felices veranos de su niñez, no quede hundido para siempre bajo las aguas del pantano que le van a caer encima.
Juan Andrés Saiz Garrido (El Espinar, Segovia, 1952) se ha bregado en muchas tribunas periodísticas y ha escrito un puñado de libros, pero es, sobre todo, el autor de Los gabarreros de El Espinar, un magnífico libro de etnografía, un clásico que ha tenido la virtud de cambiar la percepción del pasado de un pueblo serrano a través de la descripción del oficio. Los gabarreros salían de casa cada mañana con un caballo matalón y un hacha; se dedicaban a recoger las leñas muertas en los extensos pinares de las laderas del Guadarrama, una actividad durísima en la que trabajó su padre en los años cincuenta. Tatán, el nieto de aquel gabarrero, deslumbrado por la naturaleza en sus años adolescentes, quiso ser agente forestal. Y lo consiguió. Tuvo varios destinos en los que ejerció su trabajo. Pero, como todo espíritu inquieto, no paró de viajar: Europa, Mozambique, Bolivia. Además de aquellos viajes, casi siempre con fines solidarios, cultivaba la música y la poesía en medio del silencio de las aldeas castellanas semivacías en la que vivía en comuna con otros compañeros de oficio. Y el amor, también cultivó el amor en grandes dosis.
A la vuelta de uno de aquellos viajes, ante las molestias crecientes que le invadían, se hizo unos análisis en el Hospital de Cruces. Le detectaron un tumor de los malos. Apenas tenía treinta años. En ese momento arranca el libro, atravesado por una melancolía que se nos clava en el corazón. No estamos ante una biografía al uso. Aquí el padre se sirve de recuerdos que llegan a los días infantiles para describirnos en sus detalles mínimos, las querencias, las manías y el carácter de un hijo rebelde, a veces esquinado, pero siempre especial, sensible, capaz de deslumbrarles a todos en momentos de desconcierto. Es muy emocionante, por ejemplo, la relación que Tatán establecía con sus novias una vez que se había terminado el hechizo. Siempre quedaba un hilo de cariño que seguía alimentando el vínculo sentimental. Sin que aflorara una pizca de resentimiento.
En fin, estamos ante un libro elegiaco en el que se describe la enfermedad, pero sobre todo los recuerdos, los amigos, las amantes que llenan de luz las páginas. Ningún padre se resigna ante la muerte de un hijo. Cuando esto sucede, el escritor puede contarlo. Es una manera de aliviar el dolor, de perpetuar su memoria. Siempre se dice que se marchan los mejores. Esa sensación tenemos leyendo estas páginas, atravesadas por el dolor y el cariño a partes iguales. Hay momentos poéticos y emocionantes que confirman el valor terapéutico de la literatura.
Los que no conocimos a Tatán tendremos gracias a su padre un retrato de ese hijo que se ha hecho un hueco imborrable en nuestro recuerdo.

Trad. Concha Cardeñoso Sáenz de Miera
Libros del Asteroide, Barcelona, 2017. 470 pp. 23,95 €
Care Santos
Lo primero que hay que advertir a quienes crean haber hecho el descubrimiento literario de la década es que Maggie O’Farrell ya tenía dos novelas traducidas al castellano, ambas publicados por Salamandra, ambas tanto o más recomendables que ésta: La extraña desaparición de Esme Lennox e Instrucciones para una ola de calor. Las inercias, a menudo incomprensibles, del mercado editorial, resultan en rápidos olvidos y también en súbitos encuentros. Sea como sea, es ahora Libros del asteroide quien nos devuelve a esta novelista irlandesa de 45 años, y lo hace con una novela poderosa y de calado, acaso algo más ambiciosa que las anteriores —a las que ya no les faltaba ambición— que en los pocos meses que lleva en el mercado se ha convertido en una de esas recomendaciones que hacen en voz baja los libreros de verdad a sus clientes menos conformistas. Yo aprendí hace ya tiempo a obedecer este tipo de mandados de los libreros. Siempre me han proporcionado deslumbrantes descubrimientos, Maggie O’Farrell ha sido el más reciente de ellos, pero también uno de los mejores.
¿Por qué nos deslumbra una novela? No es sencillo, pero voy a aventurar una respuesta. Por su capacidad de contar verdades al mismo tiempo que construye un envolvente mundo de ficción. Entre las verdades que a mí me interesan como lectora y como ser vivo están las que hacen referencia a la condición humana, al profundo desvalimiento que sentimos las personas, a nuestra necesidad de encontrar alguien, algo, alguna parte donde ponernos a salvo; nuestra, a menudo, incapacidad profunda para lograr todo eso. De todos los modos posibles de crear mundos de ficción me interesan los formalmente complejos, elaborados. Los que se basan, no en la concatenación cronológica de acontecimientos sino en otro tipo de disposición más aleatoria, más real, tal vez más personal: la que tiene que ver con el desorden del universo y no con el orden de la irrealidad. Me interesan, creo, las ficciones que de tan desordenadas terminan por parecerse a la verdad. Y esos son los dos motivos más importantes por los que me interesan las novelas de Maggie O’Farrell.
Tiene que ser aquí narra, sobre todo, la historia de una desaparición y de un encuentro. La desaparición es la de Claudette Wells, una actriz en lo más álgido de su carrera que decide apartarse del mundo. Tiene un hijo, una madre y un amante —el padre de la criatura— que serán también personajes importantes. El encuentro es el de Claudette con Daniel Sullivan en un camino enfangado y remoto de la igualmente remota Irlanda. Comienza como un tropezón cómico, o cómico-dramático, y termina siendo el único argumento de la obra. Daniel, a su vez, tiene una madre, un padre, un hijo y una hija. Las relaciones que establece con todos ellos ofrecen varios capítulos jugosos. Las vicisitudes de la extraña pareja Daniel-Claudette, la personalidad arrebatadora de ella, el amor que se profesan y los escollos del camino hacen el resto, hasta armar un argumento envolvente que emociona como sólo lo hacen ciertos pasajes de la vida real.
Hay muchas cosas en el estilo de O’Farrell que podrían justificar la lectura de sus libros, pero añadiré solo dos: su capacidad, resaltada docenas de veces, para crear personajes verosímiles, atacados de las mismas debilidades, miedos y problemas que todos nosotros y embarcados en esa lucha de por vida. Qué brillantes y mesurados los diálogos, en ese sentido, qué imprescindibles. En segundo lugar, su habilidad para transportarnos a través de una trama que parece irrelevante pero que está surcada de cuestiones de gran calado, de principio a fin, sin resolver todos los interrogantes —¿acaso lo hace la vida?— pero ofreciéndonos las respuestas que esperamos. Maggie O’Farrel es una narradora imponente que nada tiene que envidiarle a Jonathan Franzen o a James Salter, de quienes podría ser una lejana pariente irlandesa. Una de mis novelistas favoritas desde antes de acabar esta novela y comenzar a rastrear las anteriores.
Sólo queda rogar a los editores para que nos ofrezcan más de su obra. Y conminar a los lectores a leerla sin demora.

Valdemar, Madrid, 2017. 384 pp. 14,50 €
Ariadna G. García
Ismael M. Biurrun (1972) es, sin duda alguna, uno de los autores imprescindibles de la narrativa española actual. Y no me refiero a la novela de género, tan denostada y marginada en nuestro país. Quienes leen mis reseñas ya saben que llevo una década reivindicando que ciertos autores de la novela fantástica, gótica, prospectiva… están haciendo literatura de verdad, que publican libros de calidad exquisita, que poseen voces muy personales con las que muestran la vida desde ángulos insospechados, y cuyas historias –poderosamente atractivas– nos obligan a dar sorprendentes giros dramáticos. Me refiero a narradores que mezclan géneros, que no siguen los raíles de las convenciones ajenas, que gustan de exprimentar rutas originales, como
Emilio Bueso,
Jon Bilbao,
Luis Manuel Ruiz,
Roberto de Paz,
Guillem López o el propio
Ismael M. Biurrun. Este último ha publicado seis obras:
Infierno nevado;
Rojo alma, negro sombra (451);
Mujer abrazada a un cuervo,
El escondite de Grisha (ambas en Salto de Página),
Un minuto antes de la oscuridad (Fantascy) e
Invasiones (Valdemar). Su segunda novela le granjeó los premios Celsius y Nocte en 2009; la tercera, el Celsius en 2011.
Mujer abrazada a un cuervo y
El escondite de Grisha son dos novelas excepcionales, de las que se disfrutan y se releen porque gusta estar en ellas.
Biurrun no ya sólo domina el ritmo del relato, sino que tiene un estilo primoroso, lírico, le encanta trabajar con las palabras y eso se nota, es un mago de la retórica y de la sugestión. Por otro lado, sabe crear personajes complejos y situaciones conflictivas que resuelve con soltura. Su última obra, Invasiones, supone un giro con respecto a estas premisas. En esta ocasión,
Biurrun nos entrega tres novelas cortas en un solo volumen. Cada una nos ofrece una pesadilla distinta. La primera,
Coronación, relata el asedio a Madrid de una plaga de langostas. La segunda,
El color de la Tierra, describe cómo la superficie de Valencia se agriteta y se hunde. La tercera,
Nebulosa, narra una lucha milenaria entre microorganismos que atraviesan la atmósfera a lomos de un asteroide. En estas nouvelles,
Biurrun prescinde de las marcas de la casa (lirismo, profundidad psicológica, fina caracterización de los personajes) en pos de la contundencia de un género más breve y condensado. En su lugar, se desliza hacia la narrativa de terror, con episodios realmente macabros, de los que te dejan con mal cuerpo y prefieres borrar de la imaginación acabada la lectura. La primera historia es muy buena (también la más cercana al estilo de
Biurrun). A la plaga se suman varias crisis (afectivas, familiares, económicas) que arrinconan a los protagonistas en lo alto de una edificio de lujo de la capital. La amenaza que sufre el mundo externo sirve como caja de resonancia que amplifica los dramas íntimos de los personajes. La tercera, pese a lo gore o repulsivo de alguna escena, tiene un final sorprendente, perfecto.
Biurrun es un novelista al que le gustan los retos.
Invasiones es un libro arriesgado, demasiado escorado –en mi opinión– hacia un público muy específico, que, necesariamente, se deleitará con sus páginas. Más aún con esta bella edición en tapa dura de Valdemar. Por mi parte, yo ya estoy deseando que
Ismael recupere sus señas de identidad.
Mujer abrazada a un cuervo no es una buena novela de fantasía, sino una de las mejores obras publicadas en este país en lo que llevamos de siglo.

Premio Alfaguara de Novela 2017
Alfaguara, Madrid, 2017. 216 pp. 17,95 €
Santiago Pajares
Rendición de Ray Loriga ha sido descrito como una obra Kafkiana. Otros lo han descrito como una obra Orwelliana sobre la autoridad y la manipulación colectiva. Para mí, en cambio, es una novela con el claro sello Loriga. Porque en todos los autores, pero en especial con Ray Loriga, importa más el cómo que el qué cuentes. Pero con un cambio de dirección, ya que en esta obra, atípica dentro de la carrera de Loriga, no hay drogas, sexo ni rock and roll. Ni siquiera menciona a Bowie, que casi parecía su sello personal como el imperio austro-húngaro lo era del cineasta Berlanga. Pero sí hay esa musicalidad en la prosa, en el punto de vista inocente y neutro del protagonista que ya nos había atrapado en libros anteriores. Quizá sea este cambio, manteniendo la esencia Loriga, lo que le ha hecho ganador del premio Alfaguara 2017.
Rendición me ha recordado mucho en su primera parte a
La tierra que pisamos, de
Jesús Carrasco. Ambientadas ambas en un futuro cercano asolado por una guerra de la que no se ofrece mucha información. Como si fuesen los años treinta y la información que se diese a los ciudadanos se administrara con cuentagotas, nuestros protagonistas tienen que enfrentarse a la ignorancia y, con el tiempo a la indiferencia. No conocen el destino de los hijos que fueron a la guerra. Las cartas hace tiempo que dejaron de llegar y no hay información oficial. Los viejos valores y clases que regían la sociedad se han ido desdibujando poco a poco hasta que sólo queda el viejo hábito de mandar y obedecer. Por si esto fuera poco, encuentran y deciden acoger a un niño perdido y mudo, que harán pasar por su propio hijo. Asolados por las tropas enemigas, deberán emprender un camino incierto hacia un lugar utópico y misterioso, la ciudad transparente. Allí, tendrán un futuro asegurado con todas sus necesidades cubiertas. Algo quizá demasiado hermoso para ser cierto, y con la apuesta añadida de quemar sus casas para que no pueda usarlas el enemigo y dejar toda su existencia previa atrás. ¿Qué hacer en una situación así? ¿Cómo rendirte si ya no sabes bien quién es el enemigo?
Con estas dudas comienzan su andadura hacia la ciudad transparente. Loriga utiliza este planteamiento como reflexión personal sobre quienes somos cuando todo cambia. Con esa voz tan personal que todos recordamos de sus primeras novelas y que se había perdido en sus últimas publicaciones, vuelve, si no el mejor, un nuevo Loriga. Coincidiendo la 20ª edición de este premio con sus cincuenta años recién cumplidos, y siendo esta su 10ª novela, confiamos en que por fin haya aprendido el truco. Sé tú mismo, Ray, y si tienes que nombrar a Bowie en cada libro, que así sea.

Ed. Paloma Porppeta
Reservoir Books, Barcelona, 2017. 260 pp. 20 €
Ariadna G. García
Yo estaba de punto de cumplir los tres años cuando cesó de emitirse en TVE el programa infantil Un globo, dos globos, tres globos. Apenas me acuerdo de la sintonía y de algunas imágenes. Pero crecí con La cometa blanca (1981-83), Mazapán (1984-85), El kiosko (1984-97) y La bola de cristal (1984-88). Qué tiempos. Es en el primero de estos programas donde escuché los versos de Gloria Fuertes. No sabía muy quién era. Pero aún recuerdo su voz y la gravedad con que nos recitaba sus textos a todos los niños españoles, como diciéndonos: la poesía es un género serio que, bajo su apariencia festiva, esconden verdades dolorosas, de las que nos rompen por dentro. No fue por ella, sin embargo, que empecé a escribir versos, sino por Samaniego e Iriarte. La parodia que Martes y Trece dedicó a la poeta la Navidad de 1985-86 dejó como recuerdo colectivo para toda una generación de infantes a un personaje irrisorio. Si la primera etiqueta que me colgaron de ella fue la de autora infantil, la segunda sería personaje cómico de la vida pública. En la carrera (Filología Hispánica) no hubo profesor alguno que nos la mentara. Mi afición a la poesía, primero, y un encargo editorial más tarde (Antología de la poesía española 1939-1975, Akal, 2003), sí me abrieron las puertas de su obra. Pero entonces le colgué la etiqueta que la crítica le había adjudicado: poeta postista. Y como tal la difundí cuando impartí clases de poesía contemporánea en la Universidad Complutense. Sin embargo, releída ahora gracias a la fuerza que está adquiriendo su centenario (homenajes de gran éxito de público en la sede del Instituto Cervantes y en la Casa de la Villa), veo que cualquiera de los rótulos con los que se ha venido etiquetando (poeta de los niños, autora postista) es insuficiente para dar cabida cuenta de la riqueza y complejidad de su quehacer poético. El libro que reseño, Me crece la barba (Reservoir Books, 2017), ha sido elaborado por Paloma Porppeta (presidenta de la Fundación Gloria Fuertes), quien, consciente de los corsés que han venido maniatando la recepción de la obra de la vate madrileña, ha seleccionado textos de diferentes épocas, registros, tonos, temas y perspectivas. El resultado es una antología desprejuiciada; magnífica ocasión para que los lectores se adentren en una obra inclasificable, versátil y escurridiza.
Junto a los vanguardistas juegos de palabras de quien ha superado todos los istmos («vengo voceando,/buceando, mejor») y el tono lúdico –irónico– de muchas de sus composiciones («se dan casos, aunque nunca se dan casas»), Gloria Fuertes nos ofrece en sus versos una visión angustiada de la vida. Este segundo tono a veces se nos revela en perfectos alejandrinos no exentos de autocrítica, combinada con la denuncia social («La vida no nos gusta y seguimos inertes/a lo mejor venimos para ser algo raro/y a lo peor nos vamos sin haber hecho nada» de Hay un dolor colgando; «y nos pisan el cuello y nadie se levanta», de ¡Hago versos, señores!), en otras ocasiones nos hablan de la soledad de la autora («Tengo que deciros…Que estoy sola», «Desde este desierto de mi piso/amo en soledad a todos»), y son bastantes aquellos en que muestra su miedo a la muerte (Precioso el texto La vida es una hora, que transcribo íntegro: «Apenas te da tiempo a amarlo todo/ a verlo todo./La vida sabe a musgo,/sabe a poco la vida si no tienes/ más manos en las manos que te dieron./Al final escogemos un lugar peligroso,/un pretil, una vida/la punta de un puñal donde pasar la noche»). El tema político cruza sus poemarios de lado a lado, ya sea por medio de símbolos («Me apunto al sol/porque no es de nadie/para ser de todos»), de metonimias («No olvido/cuando rojos y negros/corríamos delante de los grises/poniéndoles verdes») o de paranomasias («Mi partido es la Paz./Yo soy su líder./No pido votos, pido botas para los descalzos/–que todavía hay muchos»–). Poeta de guardia, poeta del pueblo, Gloria Fuertes abrazó la idea de la solidaridad y defendió en sus versos la justicia social. El texto Nos perdamos el tiempo es un suerte de poética donde que deja muy claro el objetivo a perseguir por los poetas de España: «no decir lo íntimo, sino cantar al corro/no cantar a la luna, no cantar a la novia/…/Debemos, pues sabemos, gritar al poderoso/gritar eso que digo, que hay bastantes viviendo/debajo de las latas con lo puesto y aullando». Esta voz, anclada en lo social, es hermana de la de Ángela Figuera Aymerich, otra poeta de los 50 que la crítica ha venido ignorando, y cuya obra y memoria –poco a poco– se están recuperando en la última década.
Fuertes nos ha dejado una obra cercana, realista, comprometida y verdadera. De estilo claro, dado a los juegos de palabras, encontró la manera de conectar con sus contemporáneos. Su voz es la de todos. Es la voz de los humildes, de los trabajadores, de los ninguneados, de los vilipendiados, de los que se hicieron a sí mismos en los años de posguerra. Mujer, lesbiana y escritora, su vida no fue fácil bajo la dictadura («me salió una oficina/donde trabajo como si fuera tonta,/–pero Dios y el botones saben que no lo soy»–, de Nota biográfica). Sus poemas nos describen una doble Gloria: la secretaría de día, y la poeta de noche; la que sigue las normas, y la que se las cuestiona; la que finge delante de los otros, para no destacar, y la que se derrama tal cual es en sus composiciones; la contable, y la bohemia; la mujer exacta, responsable, y el ama de casa que ni se hace la cama ni limpia el polvo.
Revisada su obra, comprobamos que hay más de un Gloria Fuertes en sus libros. La mitad de su obra ha sido ignorada porque no convenía desencasillar a una mujer debidamente etiquetada y precintada. Siempre se ha controlado mejor a nuestro sexo atribuyéndole funciones estereotipadas: la crianza, la maternidad, los niños. Gloria estaba controlada, al margen del canon. Antes lo estuvieron otras: sor Juana Inés de la Cruz fue hostigada por escribir poemas hasta que se vio obligada a renegar, por escrito, de toda su obra. Ambas, unas rebeldes. Ambas, envasadas y exhibidas en estantes benignos: poesía amistosa, la mexicana; poesía infantil, la madrileña. Las dos vieron como sus atrevidas composiciones feministas (homoeróticas, en el caso de la monja; de denuncia social y de la falta de equidad entre sexos, en el caso de Fuertes –«Sé escribir, pero en mi pueblo/no dejan escribir a las mujeres»–) fueron invisibilizadas o negadas. Por eso festejamos que en 2017, con motivo del centenario del nacimiento de la poeta de Lavapiés, se publique Me crece la barba, antología que da la oportunidad a los lectores de romper la barrera de los prejuicios y de acercarse a unos versos honestos, angustiados, juguetones y críticos, para valorar en su justa medida a una autora injustamente desvalorizada.

Trad. Miguel Ángel Petrecca
Adriana Hidalgo Editora, Alcalá de Henares, 2017. 168 pp. 16,50 €
José Morella
El protagonista de esta novela, un hombre de 48 años llamado Cui, está a punto de caer en desgracia. No es un paria o un sin techo, pero todo eso empieza a parecerle posible. Su hermana le da un ultimátum para que deje el piso en el que hace unos años le deja vivir. Su mujer lo abandonó cuando encontró a alguien económicamente más estable. Cui no ha superado ese abandono ni de broma. Por otro lado, no se trata de un desgraciado cualquiera. Tiene acceso a otro mundo distinto del suyo: es uno de los pocos artesanos del sonido que quedan en Pekín. Tiene un talento especial para la electrónica. Se gana la vida -mal- reparando y montando aparatos de alta fidelidad a audiófilos o a esnobs millonarios que aspiran a ser audiófilos. Gente acostumbrada al lujo y a quienes les gusta presumir de sus fruslerías con otros aficionados al lujo. Cui conoce a gente de ese tipo. Chinos ricos de la nueva China. Altos funcionarios, empresarios, mafiosos.
Ge Fei ha explicado en una entrevista que le interesa mucho el contraste entre la China de los años ochenta y la actual. Según él, en aquella época primaba cierto sentido de la espiritualidad, que en la entrevista no necesariamente se traduce en religiosidad. Antes se despreciaba lo material. No era importante tener cosas caras, ni conocer gente rica, ni ser visto en tal o cual lugar. Ahora, según Ge Fei, el consumismo ha arrasado con todo. Se adora lo material. En cierto modo me recuerda a Junichiro Tanizaki, que veía la llegada de la luz eléctrica a Japón como la mayor de las desgracias porque estaba acabando de golpe con la totalidad de la estética tradicional japonesa, de la relación sagrada entre la luz y la sombra. Los dos suenan un pelín a reaccionarios, a cascarrabias antiprogreso, pero los dos lo tienen todo bastante clarito, me parece a mí. O andan bien encaminados o yo soy otro cascarrabias.
Cui está atrapado entre esas dos Chinas. No se ve capaz de vivir como se vive ahora. Es un cabezota. La novela, entre otras muchas cosas, va sobre lo excéntrico. Habla de los que siguen en sus trece, los que no se bajan del burro a pesar de que el camino de piedras ahora sea una autopista de peaje. Cui ni siquiera se lo plantea. Es un enamorado absoluto de la música clásica. De los amplificadores con válvulas, los vinilos, los altavoces Autograph -que ahora sé que son lo máximo- y de, entre otros muchos músicos, Erik Satie y Claude Debussy. Va a casas de millonarios que le pagan por que les repare equipos de audio valiosísimos, que para él son objetos de culto a los que trata casi con reverencia, y tiene que soportar -¡ultraje!- que sus dueños los usen para poner música pop. La obra es un homenaje por momentos delicioso a la música. Pero también es un réquiem por ella. China, y Asia en general, están invadidas por el pop. La gente -o eso parece deducirse de las palabras de Cui- ya sólo consume pop.
A cuentagotas y en medio de todo esto, Cui nos habla de su madre, de su mejor amigo, de su ex, de su hermana, y va dejando desperdigadas por el texto evidencias de una vulnerabilidad y una humanidad desgarradoras. A pesar de sus corazas emocionales, Cui es un diapasón del mundo. Un perdedor de manual.
Se considera un artesano: «...los artesanos de hoy en día están, más o menos, en el mismo peldaño de la escala social que los mendigos», dice. Es consciente de su estatus y de su pobreza. El tema de la pobreza, y en general todo aquello que tenga que ver con el dinero, suele amenazar nuestra identidad personal y política. Gran cantidad de lectores lo rehúyen cual enfermedad venérea, y otra gran cantidad -perdonadme la imprecisión- se ponen a vociferar opiniones políticas sobre Venezuela o sobre el el estado norteamericano de Arkansas, según el plumero político de cada cual. El país de Cui, curiosamente, es un engendro mixto al que algunos llaman (ehem) «economía socialista de mercado con rasgos chinos». Para un solitario resistente como él, la salida del laberinto es indisoluble de la vocación: si no haces lo que amas, no hagas nada, parece pensar. Quédate en la calle, muérete. Pero el mundo globalizado no admite excepciones. Cui no consigue, a pesar de su terquedad, dejar de formar parte de eso que el filósofo Byung-Chul Han llama sociedad del cansancio. Estamos todos quemados, y los que adoran lo que hacen también lo están. A Cui no le queda otra que compartir mundo con todos esos materialistas enloquecidos y de sensibilidad artística entumecida. Entra en un arriesgado y oscuro negocio con un terrorífico mafioso al que planea venderle su posesión más preciada -los altavoces Autograph que consiguió en una subasta- para poder seguir viviendo a su modo, fuera del sistema que tanto odia. Es difícil evitar el infierno sin negociar con el demonio.
Está todo el texto saturado de oposiciones: lo analógico contra lo digital, amor genuino contra amor interesado, consumismo contra espiritualidad. Esos contrarios no son cajones estancos: se pasa de uno a otro sin solución de continuidad. Llama la atención que, desde el punto de vista de muchos expertos en sonido, sea un mito que la música en analógico suene mejor que en digital. Cui vive en el territorio del mito, que es el único lugar underground que la China comunista-capitalista permite: tu propio onanismo mental, tu propia película. Eso se relaciona también con el aroma constante a nostalgia. No es una nostalgia reñida con la verdad: es convincente. Sobre la sociedad china actual corren historias para no dormir sobre contaminación, comida adulterada, racismo, censura, abusos policiales, condiciones laborales deplorables, alojamientos insalubres y ritmo de vida insoportable. Incluso la visión de Cui es más suave que todo eso.
Aparte de todo lo ya dicho, la novela es una gozada. Está llena de ideas sutiles e irreverentes y de personajes inolvidables. El talento de Ge Fei para la descripción de personajes es abrumador: el párrafo breve con el que despacha al padre del protagonista es magistral. Pero lo más valioso, en mi opinión, es la capacidad de hilar elementos. Va contando la historia -la bajada a los infiernos de Cui y su posterior y realista salida a la superficie para coger oxígeno- con una soltura que hace que las transiciones parezcan invisibles, como si los distintos pedazos del cuento se llamaran forzosamente los unos a los otros y la cosa no se pudiera explicar de otro modo. Qué más se le puede pedir a alguien que cuenta historias.

LIII Premios Literarios Kutxa
Sevilla, Algaida, 2017. 168 pp. 18 €
Pedro M. Domene
Nunca debemos olvidar que el microrrelato se traduce como un caprichoso juego estructural que provoca alteraciones en la situación inicial del propio texto, en el consiguiente conflicto, en la evolución de los hechos narrados, en el desenlace, e incluso en la misma situación final, puesto que el estricto carácter de su brevedad no permite o, si lo expresamos mejor, así se lo exige siempre; y aun cuando constatamos la lógica interna de la narración, y ese jocoso aire con que su autor dota al relato, se procura que esa degradación conceptual quede diluida, o que su espacio temporal no siga un orden cronológico establecido.
Francisco López Serrano (Épila, Zaragoza, 1960) domina el arte de la escritura en su faceta más variada y singular, tanto la lírica como la narrativa, el cuento y el microrrelato, porque es capaz de servirse de la digresión, de la observación atenta y de buena parte del artificio que rodea al texto en su sentido más estricto. Jamás olvida que la moraleja pertenece al pasado y se aleja del presente y, sobre todo, que sus lectores detectan la sutilidad tan característica en sus textos, o la libertad de elegir un espacio propio, en medio de un pasado o un presente reconocibles, aunque esos tiempos vengan suavizados por unas fantásticas apariencias, y solo importen aquellas que nos descubren las trivialidades de un mundo que, como en algunos de sus libros, tienen un carácter mágico, capaz de trasmutar las vidas descritas en otra realidad, incluso la posibilidad de inventarse una nueva que finalmente les satisfaga; y tan es así que López Serrano a través de un tono elegíaco, henchido de humor y de ironía, rozando lo iconoclasta, nos traslada desde situaciones cómicas a un trágico desenlace, como en el caso de Un momento, señor verdugo (2017), LIII Premio Literario Kutxa Ciudad de San Sebastián, una colección de relatos, en su mayoría muy breves, en los que ofrece un abanico de temas tan hilarantes como sugestivos, aunque en su mayoría, como el título alude, responden a la famosa petición que le hizo madame du Barry al verdugo antes de ser guillotinada; y así arranca todo un catálogo de breves, en ocasiones brevísimas situaciones o historias teñidas de un singular humor, o del mejor sarcasmo con que se pueda dotar a un texto, y aun añade una abundante variedad temática de cuentos: unos nos llevan a la vieja Rusia a degustar sus famosos prianiki, o en el otro extremo, a esa peculiar forma de matar vascos en Islandia, y muchos de ellos construyen vidas o las destruyen como “El genealogista”, que recorre la ascendencia del narrador hasta la Gran Explosión originaria, o la serie sobre el mundo, un homenaje al tema clásico de “El dinosaurio” de Monterroso desde una perspectiva tan jocosa como innovadora, “La demora”, “La pesadilla”, “Ante el espejo”, “El despertar”, incluso nos somete a un peculiar perfume que es resultado de cazar y destilar ángeles, léase, “Su perfume”; en “El cuento del Grial”, la actitud de la mujer reproduce los matices de lo que hoy consideraríamos un comportamiento machista, y en “El abismo” se describe la excursión montañesa de una pareja con un remate tan perturbador como brillante, y los aspectos de la relación amorosa en el brevísimo, “Diálogo de amantes” o el más desarrollado y descorazonador, “El plan”, ambos resumidos con absoluta maestría. No faltan historias diminutas que se concretan en un chiste, con toda la intensidad que provoca la angustia humana, y otras muchas son narraciones simbólicas: el poeta y su corazón, el abogado y su conciencia, o la voz de un Dios que influye de modo sorprendente en la realidad, ¿Té o café?, y donde se escruta la perspicacia del lector para la solución de tamaño enigma.
En este, Un momento, señor verdugo, como otros libros de López Serrano, el lector está obligado a poner todo de su parte para comprender en su totalidad el mensaje que el autor cifra en sus textos, y en esta ocasión, como seres inteligentes deberemos releer algunos de sus microrrelatos para percatarnos del giro final de muchos de ellos, tan sorpresivos a veces como esbozos de un pensamiento que cuando profundizamos alcanza la plena comprensión del mismo.

Trad. Mercedes Cebrián
Impedimenta, Madrid, 2016. 176 pp. 17.95 €
José Miguel López-Astilleros
Me acuerdo de que cuando leí
La vida instrucciones de uso,
Un hombre que duerme,
Lo infraordinario,
Las cosas,
Especies de espacios o
La cámara oscura, tuve la impresión de que los libros de
Georges Perec (1936-1982) eran semilleros literarios. No es de extrañar que goce de la máxima consideración entre escritores como
Enrique Vila-Matas o
Roberto Bolaño, entre otros muchos. En cambio, respecto a la obra que nos ocupa, no puede decirse que haya sido tan original como en las anteriormente citadas, puesto que la idea y el procedimiento los tomó de un libro del pintor estadounidense
Joe Brainard —
I Remember (1970)—, del cual dijo
Paul Auster «Es uno de los pocos libros enteramente originales que jamás haya leído». Su descubrimiento se lo debe al escritor, también norteamericano,
Harry Mathew, amigo y compañero perteneciente como él al grupo de experimentación literaria Oulipo, quien le regaló un ejemplar que le sirvió para pergeñar su propio
Me acuerdo, y a quien se lo dedica por este hecho. La diferencia fundamental entre ambos radica en que
Brainard es más intimista e introspectivo que
Perec, aquel incluye confesiones tan secretas como el recuerdo de sus erecciones escolares, algo impensable en el francés, cuyos “me acuerdo” pretenden sobre todo ser generacionales, aunque partiendo de evocaciones propias.
El libro contiene 480 textos muy breves de recuerdos, comprendidos entre los años 1946 a 1961, que siempre comienzan con las dos palabras del título, salvo uno. Fueron escritos entre 1973 a 1977, por tanto son remembranzas salidas de su memoria, a veces sugeridas por la contemplación de los vestigios físicos que el transcurso del tiempo ha dejado tras sí, fotografías, discos, periódicos e innumerables objetos varios, que le pueden haber ayudado a confeccionarlos. Lo autobiográfico suele estar muy presente en la obra de
Perec, sobre todo en
W o el recuerdo de la infancia, aunque esta última está más centrada en su infancia concreta, en la cual lo colectivo no tiene tanto peso como en
Me acuerdo. La infancia y la juventud son uno de los núcleos temáticos más importantes, quizás porque la suya fue muy atribulada por pertenecer a una familia de judíos polacos emigrados a Francia, su padre murió en el frente de la Segunda Guerra Mundial hacia 1940 y su madre en el campo de exterminio de Auschwitz, cuando él contaba unos cinco años. Y quizás porque la existencia y la esencia del ser humano están ligadas indefectiblemente a la memoria, es necesario recordar, pero como el pasado no es algo estático, hay que tratar de detener su movimiento de vaivén dentro de nosotros, dejando constancia de ello, sobre todo de esos detalles cotidianos que suelen pasar desapercibidos y constituyen el grueso de lo que nos rodea en nuestras vivencias ordinarias. Por tal motivo estos “me acuerdo” deban entenderse como el yacimiento arqueológico de una generación, un tiempo y unos espacios determinados, a partir de los cuales cada uno pudiera reconstruirse a sí mismo. Recordemos que gustaba de hacer inventarios, clasificaciones y enumeraciones de lo nimio, con el propósito de fijar el tiempo, y como medio para luchar contra el olvido, contra los vacíos que va dejando la memoria cada vez que recordamos. Hay otros núcleos temáticos importantes como la música, la literatura, el cine, hechos y costumbres de aquella sociedad, así como sucesos históricos de todo tipo. Es importante señalar que los textos no están presentados cronológicamente, sino a la manera de un collage, aunque a veces pueden estar relacionados unos con otros, sugiriendo un particular crucigrama. El propio
Perec nos ofrece unas claves interpretativas esenciales de su libro cuando escribe sobre el de
Brainard en la edición francesa «Los
Me acuerdo son pequeños pedazos de cotidianeidad que fueron vividos y compartidos y luego olvidados. Sin embargo, de repente regresan, por azar o porque han sido buscados entre amigos una noche: es algo que aprendimos en el colegio, un campeón, una canción, un cantante, un escándalo, un slogan, un traje o una costumbre, totalmente banal, que por un milagro es arrancada a su insignificancia y es reencontrada por unos instantes, provocando unos segundos de una impalpable y pequeña nostalgia.»
Tanto la obra de Brainard como esta de Perec dieron lugar a numerosos “me acuerdo” de distintos personajes y generaciones sucesivas, hasta desembocar en los que ahora se están escribiendo, porque cada grupo generacional e incluso cada uno de nosotros tenemos nuestros “me acuerdo”, de modo que podría decirse que la obra de los pioneros no sólo es la suya, sin todas las posteriores, de cuya paternidad participan, una obra que se proyecta hacia la eternidad con toda la carga de melancolía que lleva disuelta en sí la memoria. Esto es lo que hay implícito en el hecho de que, por deseo expreso de Perec, al final del libro se dejen varias páginas en blanco para que cada lector anote sus propios “me acuerdo”, que formarán parte de ese registro del devenir de la humanidad.
La primera edición y traducción al español de
Me acuerdo data de 2006, que realizó magníficamente
Yolanda Morató para Berenice, de la que esta nueva versión es deudora en algunos aspectos. Para los nuevos lectores, que ya no podrán acceder a aquella por estar agotada, esta de Impedimenta tiene el mérito de poner la obra a su alcance de nuevo.
Quien se acerque a este libro y no pertenezca a aquella generación, ni al entorno geográfico y cultural de entonces, se encontrará con un mundo extinto, que sólo conocerá parcialmente por la historia, el cine y la literatura en todo caso. De lo que sí estamos seguros al menos es de que su lectura constituirá el detonante para poner en marcha los recuerdos propios, en una espiral que no ha de cesar mientras haya un ser humano vivo en el universo.

Alfaguara, Madrid, 2017. 344 pp. 18,90 €
Bruno Marcos
Pudiera parecer que quien no esté interesado especialmente en la ciudad de Palma de Mallorca no debería comprar este libro pero, aunque efectivamente es una historia de esa ciudad, lo que tenemos son unas memorias que están a medio camino entre la elegía y la interpretación del mundo. En las páginas dedicadas por Llop a su ciudad natal se presenta algo universal, se ve cómo el paso del tiempo se escribe en las urbes que habitamos, cómo, a medida que las conocemos y entendemos, estas van desapareciendo en parte, inmersas en un proceso de mutabilidad constante. La ciudad se comporta como un ser vivo en cuyo organismo desaparecen y aparecen lugares y personas y en cuya piel apenas es perceptible la firma de los autores que van dejando lo que permanece.
Llop en la primera parte de este libro narra su historia familiar y la historia de la isla encadenadas una a otra. Bien podría inscribirse su relato inicialmente en la tradición del Bildungsroman, pero enseguida aparece la sensación de pérdida, la añoranza de la casa de los abuelos que la familia vende al morir estos, el recuerdo positivo de los ancestros, la mirada al pasado cómo idílico y desprovisto de conflictos, para acercarnos más al género elegíaco. El modelo seguido por el autor ha sido claramente el de Estambul de Orham Pamuk, incluso en la presentación, que incluye fotografías pertenecientes a su archivo familiar. Como en la obra de Pamuk se escribe la historia de una ciudad a través de la mirada de su autor que, al final, es un autorretrato.
Más adelante el relato se vuelve más nítido concentrándose en personajes significativos que vivieron en la Isla. Espacialmente vivo es el capítulo dedicado al muy plástico antagonismo entre dos vecinos ilustres, el autor de Bearn o La sala de las muñecas, Llorenç Villalonga, y, el luego premio Nobel, Camilo José Cela. No sólo eran poseedores de caracteres diametralmente opuestos sino símbolos de actitudes muy diferentes frente a la literatura e, incluso, frente a la forma de abordar la vida. Llop pone en valor el trabajo de Cela del que asegura que en la literatura ponía lo mejor de él, aunque su vida cotidiana estuviera salpicada de actitudes o declaraciones groseras e interesadas. También ve muy positiva su labor en la revista Papeles de Son Armadans y resalta el hecho lamentable de que un Cela, que vivió desde los treinta y ocho años hasta los setenta y dos en la isla, no haya dejado más huella allí.
También resultan gratos de leer retratos como el de Robert Graves, realizado desde su mirada infantil, que paseaba con sombrero de indio navajo y pañuelo rojo anudado al cuello por el centro de Palma y a quien Llop veía como el jefe de una tribu de hombres que están más allá de las cosas porque habitan en el mismo corazón de esas cosas. Divertido es el capítulo de dedicado a Cristobal Serra que, aficionado al espiritismo, hablaba con casi todos los autores difuntos de la literatura hispánica, resultando especialmente sorprendente aquel que, dialogando con el espíritu de Ramón Gómez de la Serna, este le confiesa que está en el infierno.

Páginas de Espuma, Madrid, 2016. 168 pp. 15 €
Miguel Sanfeliu
En general nuestra historia, la de todos, está formada por pequeños acontecimientos, pequeñas variaciones que irrumpen en lo que llamamos normalidad para crear un punto de intriga, para ponernos cara a cara frente a lo incierto o, simplemente, para recordarnos, como ya hizo Sartre, que el infierno son los otros.
Los cuentos reunidos en Nuestra historia, el último libro de Pedro Ugarte, están narrados con un ritmo implacable, con una garra que te atrapa desde la primera línea y ya no te suelta hasta llegar al final, a veces exhausto y otras pensativo, porque todos estos relatos consiguen involucrar al lector, sumergirlo en ese instante decisivo al que se enfrentan los personajes.
La fuerza de un relato reside, casi siempre, en la historia que nos narra, que sea capaz de traspasar esa coraza con la que todos nos defendemos de las agresiones emocionales que vemos a nuestro alrededor; y también en la potencia de sus personajes, seres en los que podemos reconocer nuestras debilidades, nuestros miedos o nuestro frágil concepto del mundo.
Estamos de suerte, porque nos encontramos sin duda ante un buen libro de cuentos, uno de los mejores de todo lo publicado en los últimos años, no en vano Pedro Ugarte es un consumado autor de relato corto, uno de los imprescindibles. Encontramos parejas que afrontan situaciones de crisis. "Días de mala suerte" nos habla de una familia que se enfrenta a una situación económica muy difícil y, pese a todo, el estricto plan de ahorro que se imponen les unirá y les enseñará a disfrutar de las pequeñas cosas, de los juegos, de la compañía mutua. Del mismo modo, la pareja de "Para no ser cobarde" también se enfrenta a un momento decisivo de sus vidas, a un cambio radical de residencia, abandonando la ciudad para instalarse en un pueblo con la única expectativa de que el hombre escriba una novela, y percibimos perfectamente el halo de desesperación de esa decisión, intuimos incluso que una sombra de desastre oscurece la relación de esa pareja.
Hay también personajes realmente curiosos, como la mujer experta en hacer regalos que protagoniza "Verónica y los dones" o esa especie de «conseguidor» con aspecto de triunfador del que nos habla el cuento "Voy a hacer una llamada".
Otros, por su parte, tienen un halo de misterio, un aire amenazador, como el excéntrico millonario de "Mi amigo Bohm-Bawerk" o el libertino artista de "Enanos en el jardín". En "La muerte del servicio" asistimos a un reencuentro en el que flota la figura de Feliciana, la mujer que trabajaba para la familia del anfitrión y cuya vida se vislumbra que ha debido ser muy diferente a la de ese grupo de viejos amigos.
También hay historias con una fuerte dosis de humor, como "Vida de mi padre", en la que un acontecimiento trivial se convierte en algo determinante en la vida del protagonista. O "El hombre del cartapacio", con ese empleado patético que se esfuerza tanto por hacer las cosas bien que lo único que consigue es ir, poco a poco, labrándose un particular descenso a los infiernos.
Y, por último, "Opiniones sobre la felicidad", el cuento que cierra el volumen y que consigue dejarnos con el corazón helado, con ese hombre que se somete a la presión familiar de su madre y sus hermanos, unos seres marginales, esperpénticos, que representan un pasado del que uno no puede huir del todo.
Las historias de Pedro Ugarte son de corte realista. Le basta con narrar unos hechos, describirnos a unos personajes que consiguen emocionarnos, y lo hace con un tono muy alejado de la solemnidad, ayudándose del desenfado, del humor, para ir avanzando con un estilo elegante y muy cuidado, de fraseo largo pero pausado, con esa sabiduría y dosificación de la información que nos mantiene pegados a las tramas.
En estas historias encontramos ideas sobre nuestras relaciones con los demás, bien con la pareja, con los padres, con los amigos o con desconocidos. Literatura grande sobre asuntos aparentemente nimios. Y esta tradición se emparenta directamente con una narrativa que merece la pena reivindicar, la de los escritores de la conocida como generación de los cincuenta, no en vano los tres primeros cuentos están dedicados a Medardo Fraile, a Esteban Padrós de Palacios y a Antonio Pereira, dedicatorias que parecen, en sí mismas, una declaración de intenciones.
También me atrevería a decir que en los personajes de Nuestra historia hay miedo, un miedo a perder la seguridad de lo conocido, a que las cosas cambien, a que sobrevenga la desgracia, la amenaza que puede suponer la irrupción de elementos desestabilizadores en nuestra vida.
En cualquier caso, este libro supone una lectura adictiva y sus historias se quedan en la mente del lector, haciéndole pensar. En algunos momentos nos pone una sonrisa en la cara pero en otros nos hiela el corazón, como la escena final de ese último relato, terrorífico, con el que se cierra este conjunto de cuentos que nos hablan, a fin de cuentas, de nosotros mismos, de nuestros miedos, de nuestra historia.

Trad. Mónica Bornas Montaña
Acantilado, Barcelona, 2016. 144 pp. 15,20 €
Santiago Pajares
Muchas historias de amor no tienen final. Se nos muestra una breve escena, un apunte, un detalle y se queda ahí, esperando que nosotros saquemos algún tipo de conclusión o aprendizaje. Pasa en los libros, en las canciones y en la vida. A veces vuelves la página y sólo encuentras ya la contraportada. La autora de
Amores imperfectos comprendió esto hace mucho tiempo. Mi primer contacto con
Hiromi Kawakami fue en la que por ahora sigue siendo, para mí, su mejor novela:
El señor Nakano y las mujeres, una obra de extraordinaria delicadeza y ternura que acude a mi mente cada vez que abro un libro de literatura japonesa. Ahora la autora nos trae este pequeño volumen de relatos con esbozos de lo que podrían llegar a ser, en caso de eventual desarrollo, novelas completas. En todos los relatos, de una extensión mínima, a veces tres o cinco páginas,
Hiromi Kawakami nos habla del amor romántico desde todas sus perspectivas: Amores juveniles, adúlteros (algo muy usual en la literatura japonesa, las relaciones largas como amante en un matrimonio), rupturas de relaciones y algo que me ha sorprendido, relaciones lésbicas tratadas con una especial delicadeza, casi dejando al lector que imagine todo. Pero todas ellas imperfectas, como nos dice el título de la obra. Todas protagonizadas por personajes femeninos y abocadas de alguna manera al fracaso antes de empezar.
Pero hay algo más, y es que Hiromi Kawamaki utiliza estos relatos (o nos sirven a nosotros) como un fiel reflejo de la vida diaria en el país nipón. Cada uno de los 23 relatos está ambientado en sus ciudades, en sus calles, sus trabajos, que les sirven de contexto y entorno para poder desarrollar estas historias fallidas de amor. Con el final de cada relato nos queda una sensación de vacío, de tristeza por lo que pudo ser y no acabo siendo. Nos convertimos así en protagonistas del propio libro. Quien sabe si era esa, y no otra, la intención de la propia Hiromi Kawakami. Como siempre especial atención para la cuidada edición de Acantilado.

Edelvives, Zaragoza, 2017. 224 pp. 9,90 €
Ariadna G. García
En un primer momento, me llamó poderosamente la atención la cubierta del libro: su paisaje blanco, el tren de vapor prometiendo un viaje fabuloso por tierras ignotas. En un segundo instante, me cautivó su título, La partitura. En una época donde parece valorarse poco el tiempo dedicado a las composiciones de las obras, me interesó sumergirme en la ¿autobiografía? del protagonista del relato, en sus motivaciones creativas, en el tormento sentimental que lo llevó no sólo a componer sus sonatas y óperas, sino a modelar en la arcilla de sus manos la figura de la pianista más célebre de la Mongolia soviética: Sayá. La novela, premio Alandar de Literatura Juvenil 2016, aborda unos asuntos que, en principio, parecen alejados de la narrativa destinada al público adolescente. Aborda sin tapujos el complejo de Edipo, la pederastia, el sexo, la infidelidad o la complejidad de las relaciones amorosas. Está claro que si nuestros jóvenes conocen por otros canales (las series de televisión, las películas que consumen a solas en sus móviles o ipads) los sórdidos y atormentados vínculos que empujan a unos cuerpos hacia otros, los escritores deben ofrecerles una visión real, pero adaptada, de ese mundo que tanto les fascina. En ese sentido, La partitura me ha asombrado muchísimo. Hay que temas que parecen tabú en la literatura adolescente, y yo creo que es mejor abordarlos -graduando la temperatura, elaborando una obra de calidad artística, poética, sutil- que ignorarlos y lanzar a nuestros chicos hacia una narrativa de nulo o escaso valor literario.
La novela sigue el patrón de las antiguas colecciones árabes de relatos. Nos encontramos hasta tres historias ensartadas. La primera se ofrece a modo de marco. La narradora escribe un texto a su novio para revelarle un secreto que ha venido guardando y para formularle una pregunta. Al tiempo que recuerda los comienzos de su propia relación, los baches que sortearon hasta estabilizarse, relata una segunda historia: la de Gandalf, uno de los ancianos de la residencia donde trabaja como auxiliar de enfermería. Aquí, a su vez, el viejo pianista se convierte en paranarrador, al transcribir la joven el diario que aquel guardaba para no olvidarse de sí mismo, para justificarse, para que le entendieran, para conservar las emociones que le había suministrado tu agitada existencia, para recordar a su discípula: Sayá.
Quizás lo mejor del libro sea el concienzudo análisis de la psicología de un alma torturada, insatisfecha, que vive a la intemperie de su falta de arraigo, el alma de Gandalf: Daniel Faura Oygon. Nacido en España, de madre rusa a la que pierde siendo adolescente, Daniel tratará de dar un sentido a su vida refugiándose en la composición de partituras y en la tierra natal de su progenitora. Será en Mongolia donde el joven pianista descubra el talento innato para la música de una niña criada entre caballos y estepas nevadas, por la que sentirá un impulso erótico que tratará de frenar. Mónica Rodríguez reflexiona en su libro sobre los límites del amor, sobre la distinción entre amor y obsesión, sobre el anclaje del arte en el dolor humano, sobre la oscuridad de las pasiones, sobre el contraste entre vida y recuerdo, sobre la necesidad –o no– de dar a conocer al mundo obras maestras de las que se desentendieron sus autores, sobre la distinción entre amar a una persona o maltratarla.
Escrito con un prosa cuidada y lírica, La partitura es una novela no ya para un público adolescente, sino para cualquier lector al que le gusten las buenas historias.

Berenice, Córdoba, 2017. 304 pp. 18,95 €
Pedro M. Domene
Una narradora anónima, ya en su ancianidad, hace recuento de su vida mientras, en una cafetería, espera reencontrarse con el hombre a quien ha amado en silencio y durante décadas, tras una obligada separación en los días posteriores al final de la guerra civil, cuando un inesperado suceso les llevó a tomar el rumbo equivocado y a una existencia sinsentido.
Yolanda Regidor (Cáceres, 1970) publica La espina del gato (2017), su tercera novela porque hasta el momento había entregado, La piel del camaleón (2012), una narración ambientada en la Salamanca de los 90, y cuyos protagonistas, alumnos de la universidad, viven entre esos espacios preferentes de ocio: discotecas y bares de tapas; en realidad, son jóvenes impulsados por un hedonismo visceral, desinteresados por su formación académica, aunque proclives a vivir en libertad todas las infracciones que les permite su edad: sexo, alcohol y drogas; en su mayoría jóvenes de provincias que al llegar a la ciudad deciden liberarse de un anticuado sistema de inhibiciones y prohibiciones; y una segunda entrega, Ego y yo (Premio Jaén de Novela, 2014), que cuenta una intensa historia de amistad entre dos personas de las que no llegamos a conocer sus nombres y, precisamente, por no estar identificadas, se convierten en el propio lector y su amigo, ese amigo especial que parece todos tenemos sin paliativo alguno; en ambas propuestas, textos tan prometedores como de una excelente factura narrativa.
Una foto, una imagen en blanco y negro, tres niños que posan y le sirven a la anciana-narradora para hilvanar los recuerdos que, de una forma natural y en una espléndida construcción narrativa, va recorriendo los sucesos de su infancia en los primeros días de julio en un Madrid del 36, espacio que muy pronto se convierte en un escenario tan extraño como convulso, cuando los pilares del gobierno de la República empiezan a temblar por el levantamiento militar que Franco y sus generales inician en el norte de África, o por las consecuencias posteriores con el asalto al Cuartel de la Montaña que, como a muchos otros madrileños, impulsará al padre de la niña a alistarse en las milicias, un hecho que se convierte para ella en la primera pérdida y las posteriores que irá sufriendo: la madre, los abuelos, los vecinos, o sus amigos, y termine el relato con el Desfile del Día de la Victoria, que marcará el final de la infancia de la niña.
Con su tercera entrega, La espina del gato, Yolanda Regidor ensaya un regreso al pasado, la narración cuenta desde un registro infantil aquellos años convulsos, sin duda uno de los aciertos de la narración, pues la perspectiva de la niña, llena de candor, ingenio y humor, nos obliga a los lectores a participar constantemente en la construcción para otorgarle el sentido completo de una adulta, o tal vez a reinterpretar los episodios o sucesos que la niña desde su perspectiva inocente no siempre interpreta acertadamente, pero que forman parte de la indiscutible historia negra reciente de nuestro pasado. Solo así La espina del gato se convierte en un capítulo de esa “historia privada” de una España donde el odio y la represión fueron constantes durante más de dos tercios de siglo pasado, y una vez más se confirma que las guerras las pierden siempre los mismos, los más desfavorecidos o aquellos que aspiran a sobrevivir en una paz asegurada.
Por encima del valor testimonial de la narración, localizada en un Madrid que resiste y con un relato muy documentado, sobresale la capacidad de Regidor para ofrecernos un texto de prosa madura, capaz de calcular la brutalidad y la truculencia de algunos pasajes con los matices más sutiles que una buena prosista pueda imaginar, calibrando la resistencia o las debilidades del relato, y solo utilizando el valor de una derrota en las escenas necesarias. Como nos suele tener acostumbrados, la extremeña le otorga a su historia un valor existencial que indaga en la condición humana pese a los avatares a que se verá sometida la niña, huérfana en mitad de las calles de un Madrid de horror y de destrucción, zarandeada por los acontecimientos que durante tres años supusieron la crónica bélica de la historia de nuestro pasado, muestra inequívoca de una insatisfacción que nunca cesa, esa otra visión de la “espina del gato”.

Anagrama, Barcelona, 2017. 408 pp. 20,90 €
Ignacio Sanz
Y ahora, ¿qué? Todo un fin de semana encerrado con una novela de 400 páginas. Encerrado y feliz, levitando a veces, como si viajara plácidamente en un globo. Un paseo hasta el río el sábado, apenas una hora; y una partida de frontenis el domingo. El resto del tiempo atrapado en la peripecia vital de Dani Mosca, un tipo de hace canciones, el narrador de esta novela que te arrastra página tras página hasta dejarte sin aliento.
Ya me había ocurrido con
Cuatro amigos y luego con
Blitz.
Tierra de Campos tenía para mí, de entrada, un sugerente título. Y más desde que leí
Viajes de la cigüeña, un precioso libro de
Gustavo Martín Garzo lleno de emociones ligado a esta comarca vastísima, prácticamente sin relieve, que se extiende por cuatro provincias, claro exponente de la España vacía y olvidada. Luego, metido en la lectura, descubrimos que la Tierra de Campos está presente en toda la novela dado que hacia allí se dirige el coche de la funeraria que conduce Jairo, un ecuatoriano, con Dani a su lado. Pero no deja de ser un recurso cinematográfico, una especie de flash back que con el que se va hilvanando la novela que nos llevará finalmente al desenlace en Garrafal de Campos, un desenlace que recuerda los guiones que
Rafael Azcona escribió para
Berlanga, muy cercanos al disparate coral.
Pero no, la novela, en realidad nos cuenta en primera persona la vida de un chico de barrio, en concreto del barrio madrileño de Estrecho, un chico que hasta los 15 años no conoce La Plaza de España, que lo más lejos que ha llegado es a la calle de los Artistas cerca de la glorieta de Cuatro Caminos, donde está la pensión de la tía de Gus, su compañero de colegio religioso y con el que, junto a Animal, otro compañero, formarán un grupo musical llamado Los Moscas. Si Gus es sofisticado y atrevido, Animal responde a las expectativas primarias de su nombre. Y, sin embargo, en medio de tales contrastes, el lector descubre el refinamiento intuitivo de Dani que, en los vaivenes de la adolescencia, va conformando su sensibilidad hasta que termina por ser un amante refinado y después un padre responsable y virtuoso con algún parecido incluso a su propio padre, del que tanto ha abominado, con el que ha tenido desencuentros continuos y cuyos restos, un año después de su muerte, siguiendo su mandato, está llevando a enterrar a su pueblo.
Hay pasajes de un humor descacharrante, así como escenas grotescas que recuerdan al eterno esperpento español, pero en general el libro está recorrido por una vena vitalista y hasta lírica en ciertos momentos, en medio del torrente imparable de un estilo arrollador que arrastra al lector hasta ese final berlanguiano en Garrafal de Campos.
Además de Gus y Animal, los componente esenciales del grupo, hay dos personajes femeninos muy poderosos y atractivos. Oliva por un lado y Kei, la chelista japonesa que conoce en Tokio, donde acaba una gira por varios países en la que Dani, al lado de Animal, actúa como telonero de Joan Manuel Serrat. Kei, tras una peripecia teñida de cierta melancolía, acabará siendo la madre de sus dos hijos. Pero las cuatrocientas páginas dan mucho de sí, en realidad son una fiesta, un viaje lleno de contrastes en el que el ánimo del lector nunca desfallece.
En fin, preciosa novela, un magma, una fiesta narrativa, un torrente de escenas que van del esperpento costumbrista hasta ciertos momentos de lirismo y sutileza. Todo se entreteje, como trasunto de la propia vida dejando en el lector cierto poso de melancolía no solo por lo que ha vivido al lado de estos personajes con los que ha pasado dos días de plenitud. Lo malo es esa sensación de desahucio cuando acaba la fiesta; entonces el lector ya desalojado, se pregunta: y ahora, ¿qué?

Traducción de Jeannette L. Clariond
Vaso Roto, Madrid, 2016. 592 pp. 29 €
Ariadna G. García
La obra poética de Elizabeth Bishop llama la atención por varias razones. La primera de ellas tiene que ver con el tempo de publicación de sus libros. La autora norteamericana publicó solamente cuatro libros en vida. Uno cada década. Se trata de un escritora meticulosa y detallista, ajena a las velocidades que alcanzaban otros, inmersa en su propia creación, sin mirar ni a un lado –la crítica– ni a otro –los lectores–. Su paso era lento, pero seguro. Un paso firme, siempre bien pensado. Tanto es así, que cada libro le reportó uno o varios premios de reconocido prestigio: Norte y Sur (1946), el Houghton Mifflin y el Pulitzer; Una fría primavera (1955), el National Book Award y el National Book Critics Circle Award; Cuestiones de viaje (1965), no cosechó ninguno; y Geografía III (1976), el Neustadt International Prize for Literature, que la consagraría a nivel mundial. Esta morosidad editorial la encuentro muy relacionada con su propia escritura. Elizabeth Bishop es una escritora de poema rocoso, de verso contundente, de lectura difícil. Cada texto exige un alto grado de concentración a sus lectores. Su lectura agota. También reconforta. Bishop es, ante todo, una estupenda descriptora de paisajes. Sus versos rinden homenaje a su tierra de adopción (Florida), pero también revelan el deterioro de los lugares de su infancia (La aldea de los pescadores) o tienen un valor simbólico de pérdida y/o esperanza (Cabo Bretón, donde la autora dibuja el paisaje desolado de Nueva Escocia: sus glaciares, nieblas y acantilados, sus escuelas cerradas, sus carreteras abandonadas, y donde de pronto, un padre que sostiene a un bebé se apea de un pequeño autobús y se adentra en su casa junto al mar). Además de estos lienzos verbales, enmarcados en la naturaleza, Elizabeth Bishop tiene una aguda mirada social de tipo urbano, caso del espléndido Estación de servicio (aquí la autora pinta a los hijos “grasientos”, “sucios” del propietario de la gasolinera; la familia vive en una construcción de cemento tras los surtidores, y cuando el panorama no puede ser más descorazonador, una serie de símbolos –una begonia, un mantel bordado– nos evocan una presencia femenina protectora, vigilante de la comodidad de la familia: “Alguien nos ama a todos”, concluye el texto). En otras ocasiones, la descripción de un entorno doméstico, de un espacio civil, plantea hondos dilemas a los protagonistas de los textos. Me refiero al poema En la sala de espera, donde la autora recuerda –a través de un monólogo interior– una experiencia de cuando apenas tenía siete años. El poema En la sala de espera nos descubre a la niña que fue leyendo un ejemplar del National Geographic y preguntándose sobre conceptos como los de identidad, raza o género. (Imposible no relacionar esta temprana conciencia de pertenencia a un grupo –“Tú eres uno de ellos”, “¿qué similitudes nos mantenían unidos a todos?–, con la novela Frankie y la boda, de Carson McCullers, donde la pequeña protagonista también se interroga sobre el concepto de comunidad humana: «Toda esa gente, y tú no tienes idea de qué es lo que les junta. Debe de haber alguna razón, alguna conexión, y sin embargo, no se me ocurre cómo nombrarla».) Elizabeth Bishop, que se crió con sus abuelos en Nueva Escocia, nos brinda algún poema-recordatorio de las viejas lecciones aprendidas de sus mayores (Modales: «Siempre ofrece subir al coche a todo el mundo;/no lo olvides cuando seas mayor»). Su obra, racional, hermética, no tiene concesiones emotivas; es puro granito, perfección formal. Y sin embargo, atrapa. Al menos, aquellos poemas más apegados a un recuerdo. Aquí humean los rescoldos de la emoción: «La vida y el recuerdo de ésta, ilegibles,/borrosos, pero cuán vivos, cuán entrañables, al detalle» (Poema). Sorprende, no obstante, el escaso número de textos amorosos, cuando la vida sentimental de la autora sufrió hondas decepciones y su relación con la arquitecta brasileña Lota de Macedo Soares acabó con el suicidio de ésta. Por otro lado, la traducción es muy buena. Exacta. Prescinde de las rimas en pos de la contundencia del mensaje. El volumen, bilingüe, incluye notas y un apéndice con manuscritos inéditos fotografiados. Quien lea este imprescindible libro debe hacerlo despacio. Debe saborearlo a sorbos. Exige paladares selectos. Bishop no es una Coca-cola, es un Domaine de la Romanée-Conti, un caldo de Borgoña.

Atalanta, Girona, 2016. 270 pp. 21€
Bruno Marcos
Las civilizaciones basadas en el libro, como la cristiana, la judía o la musulmana, conocen la capacidad que tiene la literatura para ascender a una categoría superior, la del texto sagrado, verdadero motor de las épocas. Este gran poder de la Biblia, la Torá o el Corán ha proporcionado al mundo de los libros un aura negra que, también, alcanza a todo el conocimiento del cual han venido siendo vehículo a lo largo de la Historia. Lo complejo o lo inteligente, la ética o la metafísica que residían en los libros han pasado de la gravedad a lo inquietante, a lo fascinante, y una sociedad como la nuestra, demasiado transparente, demasiado informada, ha visto en el mundo de los libros viejos y secretos una veta de misterio última, cuando la Modernidad ya había expulsado el misterio del mundo.
En Libros, secretos Jacobo Siruela hace un recorrido por varios de estos libros secretos, unos más que otros. Algunos de ellos totalmente herméticos como el manuscrito Voynich, que contiene enigmas criptográficos en una lengua ignota que han obrado el fracaso de varias generaciones de especialistas. De dicho libro se pueden ver en esta edición sus misteriosos dibujos indescifrables, que recomiendo contemplar con lupa ya que se trata de reproducciones de magnífica imprenta.
Otros de los que se ocupa son más populares, aunque se añaden datos nuevos, curiosos y reveladores, como el relato de Byron y los Shelley en la noche que dan a luz la historia de Frankenstein.
Especialmente interesante es el capítulo biográfico de Valentine Penrose, autora ligada al surrealismo y muy poco conocida, que escribió el libro sobre la vampiresa eslovaca del siglo XVI, la condesa Báthory, que es precedido por una genealogía exhaustiva del vampirismo presente en todas las culturas desde la Antigüedad.
Es este un libro con digresiones interesantes por todas partes, por ejemplo la que se hace sobre la Belleza y su crisis en la actualidad, que, además de añadir una crítica a las derivas estéticas presentes no escamotea un estudio de lo contemporáneo. En otra ocasión, por ejemplo, se resalta la llamativa presencia de la superstición en plena Ilustración, señalando que la retirada de la religión va dejando un hueco que es tomado de nuevo por lo irracional.
Este ensayo, como otros de este autor, va dirigido a un lector culto, con conocimientos en varios campos, la Historia, la Filosofía, la Psicología o la Literatura entre otros, eso es evidente, pero su lectura no es nunca farragosa sino muy asequible y amena. El autor explica todas las obras de las que habla como si el lector no las conociera y el que ya las conoce siempre encuentra algo nuevo. Este libro, que presenta otros secretos haciéndolos así menos secretos, escribe un fascinante capítulo de la historia de la fantasía humana.