Ese defecto que mencionaba ayer no es exclusivo de la comunidad materna. Ni mucho menos. También aqueja en gran medida a los abuelos. Mucho más que a las abuelas, en contra de lo que se suele pensar. Las abuelas -algún día alguien muy aburrido dará a mis palabras base científica- antes fueron madres y pecaron de orgullo filial, pero los años todo lo curan y, aunque ahora echan flores sobre sus nietos, son en realidad la mar de críticas y procuran enmendar los errores que cometen hijas y nueras. Pero para los abuelos este tipo de orgullo es un achaque que llega con la edad.
Mi propio padre empezó a mostrar síntomas al nacer su primera nieta, Joana. Joana empezó a hablar pronto y aún no se ha callado. Y también empezó pronto a leer. Cuando alguien comentaba esto al abuelo, él solía quitar hierro (con una falsa modestia que a nadie engañaba) diciendo "sí, bueno, pero el inglés aún se le atraganta un poco". ¡Si tenía un año escaso, la criatura!
Pues desde entonces ya ha llovido, pero él no ha mejorado.
- Avi, yo ya sé leer.
- ¿En serio, Eugenia? ¡Qué ilusión! A ver, ¿qué pone aquí?
Y el abuelo señala una palabra cualquiera del primer libro que ha encontrado a mano. A saber: la hoja dominical, el Dioscórides o un recetario de la Thermomix.
Eugenia mira muy seria y concentrada las letras. Y al abuelo. Y las letras. Y al abuelo. Y, resuelta, responde:
- No, avi; yo solo sé leer animales. Mira. ¿Ves esto de aquí? Pues pone o-ve-ja.
Algunas madres tienen el defecto de pensar, de creer, que sus hijos son más listos que nadie. Si lo sabré yo, que tengo los chavales más listos del mundo. Pero a veces es falta de perspectiva.
Sus hermanos han enseñado a Patxi a jugar a "veo veo" y, como es muy listo, lo ha pillado enseguida y se ha aficionado. De camino a casa, sola con Ana, que se ha dormido mecida por el runrún del coche, y con Patxi, es una buena opción para entretenernos.
Yo pensaba que era un hecho. Puede que mi muestra no fuera representativa, pero me valía y nunca la cuestioné. Hasta ayer.
- Manel, este cajón es un desastre. Ven conmigo. Hay que hacer limpieza. Veamos qué quieres guardar y qué tiramos.
No habré oído yo veces esto mismo. Aún hoy, a veces, abro cajones en casa de mis padres y miro su contenido con mis ojos de hija. Y me sonrío y los cierro otra vez con mis manos apresuradas de hija, con miedo de que aparezca mi madre por detrás y advierta que jamás tiré esa rama de pino que recogí en una excursión en sexto, ni la etiqueta de la cerveza que me tomé esa noche con mis amigas, ni la esquina de hoja cuadriculada con cuatro versos muy malos que me escribió alguien a quien casi ni recuerdo.
Y si lo he oído veces, más veces se lo he dicho a Joana. Cada vez que abro uno de sus cajones y veo con alarmados ojos de madre que los papeles arrugados comparten espacio con envoltorios de caramelo, cartones mal recortados y bolígrafos inútiles. Mis manos de madre tiemblan con ansias de volcar el cajón en la papelera; así, sin reciclar ni nada. Y empieza la dura lucha del "es que lo necesito", "es que me lo regaló...", "es que es de cuando...". Las dos terminamos agotadas y el cajón, la verdad, pierde poco peso y gana algo de dignidad, aunque será efímera.
Pues ya me estaba yo acorazando cuando...
- Vale. A ver. Este papel para tirar... ¿Dónde...?
- Dame, Manel. Aquí, en mis manos.
- Otro. También se tira. Esto es de cuando iba a cuatro años; se puede tirar. Esta manualidad se ha torcido mucho; para tirar también. Estos cromos... Sí, también a tirar. Esto no -es una postal-. Estas tapas de petitsuís, para tirar... ¡Esta no, mamá, que es mi letra! ¡Ay, esta es la medalla que me hizo Joana! La quiero guardar. ¿Por qué hay cáscara de huevo en el cajón, mamá? Bueno, para tirar. Ya está. Ahora ordeno y terminamos, ¿no?
Fue cosa de minuto y medio. Y porque a mí me costó un rato reaccionar.
Bueno...
Vale...
Es posible que no se me dé tan tan tan bien. Que esta vez me haya pasado...
- ¿Sí?
- ¿La madre de Joana?
- Sí.
- Mira, tenemos que coordinarnos. La familia y el colegio, quiero decir. Joana no atiende en clase. Y no es una clase en concreto, o una profesora. Es en todas. Puede que al principio esté bien y trabaje, pero al cabo de un rato, nada. O al revés: entra la profesora en clase y ella sigue a lo suyo; todas las compañeras están ya preparadas, alguna incluso le da un codazo para avisarla. Ni caso.
- ¿Y qué hace? Digo, ¿molesta? ¿No para de hablar?
- Qué va. Lee.
Otro buen consejo es el de enseñar a los niños a amar la naturaleza. Con los dos mayores no me hizo falta. Son un buen equipo: encuentran bichos, los observan, los fotografían y catalogan. De vez en cuando, intentan cazarlos y alimentarlos, con lo que mueren, casi sin excepción (los bichos, no los niños), pero son accidentes. Los dos siguientes también forman equipo, pero sus correrías son otras. Las explicaciones de la Eugenia activaron la alarma y me decidieron a tomar el consejo:
- Mamá, hemos encontrado un bicho. Yo he avisado a Patxi, que lo ha pisado. Después lo he recogido con este cartón y lo he echado a las hierbas. Solo estaba un poco muerto.
Había que hacer algo para que este par amara la naturaleza. Empecé por lo fácil.
- Mirad, un perro.
Y mano de santo, oye. Es decir esto y mi número cuatro demuestra con creces un explosivo amor... por mí: se agarra a mi pierna, toma mi mano como si en ello le fuera la vida o trepa hasta mi cuello con la agilidad propia de sus dos años y medio. Incluso chilla, y bastante agudo. No le veo yo fácil solución a su historia con los perros (también se aparta de palomas y patos, pero sin histerismos), sobre todo desde que ha alcanzado cotas espirituales: el sábado me contó, muy serio y compungido, que al Cristo de la iglesia unos perros le habían mordido las rodillas, de ahí que las tuviera ensangrentadas.
¿Algún consejo?
Ahora que miro el mundo como madre de cinco... (Se ve más o menos igual, solo que algo borroso porque es difícil detenerse a contemplar nada mientras evitas que el cuarto se descalabre pillandolo en plena caída libre, mientras desvías de un taconazo el balón que casi deja a la tercera sin dientes o ayudas al segundo a tender trampas a las mantis religiosas para que la primera pueda fotografiar y documentar la fauna que convive con nosotros). Ahora, pues, que miro el mundo como madre de cinco, agradezco esos consejos altruistas que mi soberbia me empujaba a despreciar. Por ejemplo, ese que nos recuerda que el amor propio de los infantes es algo frágil que nunca, jamás, por ningún motivo, debemos rozar.
Estaba la tercera observando con incuestionable amor a la recién llegada quinta y le salió espontánea esa afirmación:
- Mamá, yo no soy la más guapa del mundo, ¿sabes?
Una tentadora voz me susurró al oído "orgullo de madre; ¡pero qué bien lo has hecho, morena!". O eso creo que iba a decir, porque la tercera interrumpió despiadada mi palmadita en la espalda para terminar su aseveración:
- Porque soy la más guapa del universo.
Y le plantó un beso -¿de consolación?- a su hermana.
Voy a intentar una operación a corazón abierto a este blog moribundo. A ver
si le insuflo algo de vida. Siguiendo una tradición familiar, voy a leer la
literatura infantil y juvenil que me recomienden y me apetezca, a fin de poder
recomendar o desaconsejar su lectura a quien pregunte (o a mis hijos, que por
aquello de hijos deben tragar consejos maternos a cucharadas, les apetezca o
no).
Empiezo con Tania Val de Lumbre.
Manel es un poco bruto. Canta tergiversando versos con voz de pelícano. Gruñe si se enfada. No le interesan las letras (aunque sí las historias). Lo suyo son los números y el diseño de naves imposibles y casi siempre simétricas. Todas las mañanas, está atento para observar desde la ventanilla el cucurucho rojiblanco y anunciarme qué cantidad de viento tenemos. Admira por igual a Supermán y a Darth Vader.
Y es un poeta.
- ¡Mamá, mira! ¡Nubes que han tropezado con las montañas!
(Y mira qué casualidad que de poetas habla también don Enrique Monasterio)
Joana y Manel juegan de camino al cole. Sus brazos se mueven incoherentes por el aire mientras una y otro dan saltos pequeños y rápidos en todas direcciones.
- ¡Mira, Manel, he inventado una espada láser doble! Tiene láser por aquí, rojo, y por aquí, verde. ¡Fssss, fssss, fsssss!
- Pues yo tengo mi espada y mi escudo.
- Pero mi láser corta el escudo y también la espada.
- Eso no vale.
- Ten tú también una espada láser.
- ¡Pues yo también tengo una espada láser!
Y otro rato de avanzar a saltos y baile de manos.
- ¡Mira, Joana, yo también he inventado algo! He inventado un esfilador para esfilar la espada láser. Dame tu espada. Mira. Toma. Ya está. Ahora ya corta bien.
Y me he acordado de otra espada mejorada.
Ahora que hay un poco de calma en casa, intento leer mientras juego con Eugenia a desvestir y volver a vestir unos pequeños títeres de madera.
- Mamá, quítale esto...
- Voy.
- Mamá, ahora le ponemos esto porque ya son amigos.
- Vale. ¿Y la capa? ¿Le pongo la capa al rey o lo dejamos así?
- Sí, con la capa. Porque la reina le dice "¡Eh, pónete la capa!".
Me llama mi padre para contarme que han querido tomarle el pelo a mi abuela.
- Y encárgate tú de contarlo a tus hermanos, que no quiero estar llamando y repitiendo lo mismo una y otra vez.
Mi padre -supongo que por aquello de que el amor es ciego- tiene la sensación de que si no escribo es porque dedico mis toneladas de tiempo libre a mirar cómo pasan las horas.
Pero, bueno, por aquello del amor de hija vamos a darle una alegría.
La abuela salió como todos los días a la puerta de casa a sacudir el mantel en la calle. Acababan de comer. El abuelo ya estaba acomodado en su balancín y dormitaba. Ella lo haría enseguida. Pero un coche paró frente a la puerta; salió un hombre y la saludó sonriente.
- ¡Hola! ¿No me reconoces?
- No. No te conozco.
- Bueno, no, ya sé que no. Es que mi padre trabajó con tu marido. Yo soy su hijo. Vivo en París. ¿Está él en casa?
- Sí, pero ahora duerme.
- ¡Qué ilusión me haría saludarle! ¿Cómo se llamaba?
- Manuel.
- ¡Eso, Manuel! ¿Puedo pasar a saludar?
- Es que, verá, acabamos de comer y él ahora descansa.
- Me haría tanta ilusión saludar a Manuel... Mi padre me ha hablado tan bien de él...
Y entró. Y saludó a mi abuelo. Y le preguntó si lo conocía. Y mi abuelo dijo que no y siguió durmiendo. Y él hablaba y hablaba, siempre muy educado y amable. Y mi abuela contaba algunas cosas de la familia y a todo él respondía "¡y claro! ¡Si lo sé! ¡Si mi padre me ha hablado tanto de vosotros!". No había cosa que su padre no le hubiera contado ya. Así estuvieron un rato.
- Pues yo venía al pueblo desde París a visitar a un amigo y a traerle un regalo, pero al llegar me he enterado de que murió en accidente de moto hace 15 días.
Y mi abuela, que escucha y entiende las campanas, piensa: "¿Un accidente de moto en el pueblo? ¿Un chico muerto? Yo no he oído nada. Este hombre está confundido...". Pero sigue escuchando.
- Pero, mira, ¿sabes qué haré? Como eso no tiene remedio, os lo regalo a vosotros. En memoria de mi padre.
Y va al coche y saca del maletero una chaqueta de piel y se la da a la abuela.
- Para Manuel.
- Ah..., gracias, sí..., es muy bonita.
- Y todavía haré más. ¿Tenéis hijos?
- Sí. Vienen todos los días a vernos.
- Pues toma. Otra chaqueta. Para tu hijo.
- Sí, sí... Son muy bonitas...
- Y para ti... Toma. Este tapiz.
Extiende sobre la mesa un tapiz bordado, grande. La bolsa y la generosidad del hombre parecen infinitas.
- ¿Sabes qué te digo? Me ha hecho tanta ilusión veros que te daré todo lo que llevo.
Y saca una tercera chaqueta de piel. La abuela piensa "¿y todo esto traías para tu amigo?". Pero no se lo pregunta.
- Todo esto os lo regalo. Para vosotros. Lo único... Ahora debería pediros un favor. Verás, yo contaba con este amigo... Todo esto que os regalo me ha contado 1800€, si pudieras dejarme solo 200€ para volver a París...
- Pues lo siento, pero dinero no tengo.
- Si yo creo que con solo 100€ para gasolina ya me valdría.
- Pero es que no tengo nada. Ya te he dicho que vienen mis hijos todos los días. Ellos hacen la compra. Nosotros estamos muy mayores para salir.
El hombre se despidió con la misma cortesía con que había llegado, ponderando las virtudes de mi abuelo y agradeciendo haber podido saludarles. Recogió las chaquetas y el tapiz y se fue.
Antes de colgar el teléfono, oigo a mi abuela detrás de la voz de mi padre: "¡Oh, decía que hacía tantos años que no pisaba el pueblo y a mí me ha reconocido nada más verme!".
Esta mañana Joana se ha ido de campamento por primera vez.
Hasta esta mañana, vivía emocionada la espera.
Pero esta mañana no sabía si quería irse. "Mamá, no sé qué me pasa, pero me duele todo". "Mamá, esta noche he tenido una pesadilla, me he levantado y he dejado esta nota en la pizarra para mis hermanos; ¿se la leerás, por favor?". "Papá..." (abraaaaazo muuuuy laaaargo).
Ahora ya se ha ido y seguro que lo está pasando genial.
Ahora yo la echo de menos.
Y no soy la única.
- ¡Mamá! ¡Veeen!
- No grites. Voy. Dime. ¿Qué ocurre?
- He escrito una nota. Mira.
Creo que al mencionar que las conversaciones con Joana ya no eran como antes activé su botón Peter Pan, o algo por el estilo. O puede que fuera yo quien estaba desconectada y de repente mi antena vuelve a funcionar. En cualquier caso, que dure.
Manel y yo caminamos de vuelta a casa. Tenemos hambre, tenemos calor. Manel quiere detenerse por un caracol, por una lagartija, porque quiere enseñarme unas flores amarillas llenas de bichos. Yo le hago caso de refilón, empujo la silleta y lo apremio. Llegamos al camino asfaltado. Ya casi se ve la casa.
- Mamá, aquí abajo hay fuego.
- ¿Ah, sí?
- Y un monstruo. Está sentado. Es un rey.
- Ah.
- Sí. Está aguantando esto. Tiene mucha fuerza. Está así.
Y Manel adopta pose de atlante.
- Qué suerte. Debe de ser un monstruo bueno.
- Sí.
Y más allá de esa explicación razonada sobre por qué no nos caemos al vacío (y al fuego), me pregunto qué se esconderá bajo esa delicada crítica a la inactividad monárquica.